El primer título internacional sin mi viejo

Independiente y mi viejo son dos figuras retóricas en mi vida: no podría verme a mí mismo sin relacionarme con ellos. Tenía seis años cuando mi papá me llevaba a la cancha. Eran los 70, los mejores tiempos del club: ganábamos todo y a todos y así me fui acostumbrando hasta la época de vacas flacas que llegó cuando terminaron los 80 y se acrecentó en los 2000.


A mediados de los 90 mi padre dejó de ir a la cancha. Sin darnos cuenta, dejamos atrás años dorados de mi infancia y juventud. Cuando fuimos campeones en el 95, con aquel equipo brillante que dirigía Brindisi, él se había quedado en su casa para escuchar por radio el partido definitorio. Fue el día de la goleada a Huracán. Tres años después, una leucemia se lo llevaría para siempre. En el cementerio le dejé, entre el cajón y la tierra, una camiseta del equipo con la publicidad de Ades. Creía, y aún sigo creyendo, que fue el mejor homenaje que podía hacerle. Independiente nos unía a pesar de que las diferencias generacionales ya empezaban a separarnos. George Simenon dijo que la fecha más importante en la vida de un hombre es la de la muerte de su padre. Y que es entonces que un hijo se da cuenta de que el padre era su mejor amigo.

El título ante el Goiás fue el primero de los internacionales que festejé sin estar con él a mi lado. Hasta entonces, o festejábamos en la cancha o frente al televisor. Pero siempre juntos. Desde los 70 compartimos cada alegría copera. Y algunas tristezas también. Por eso es que se me hizo raro no encontrar su abrazo amigo y protector. Me faltó sufrir como sufríamos. Me faltó cruzar mi mirada con la de él, la sonrisa, comentarnos una jugada sin hablarnos, lamentar el gol perdido y hasta putear juntos, como si todo estuviese preparado. Pero no, no lo estaba. Todo aquello nos salía de memoria.

Nunca olvidaré las noches de Copa Libertadores en la semana, cuando íbamos de mi casa en Mataderos a Avellaneda y volvíamos tarde y al otro día había que levantarse para ir al colegio. No me dejaban faltar. Pero yo por lo general iba contento; no por el estudio –porque nunca fui bueno-, sino por la alegría que me había dado Independiente.

Crecí con Bochini, escuchando las exageraciones de mi viejo como cuando decía que “el Bocha es lo más parecido que hay a Dios sobre la Tierra”. Yo dejaba la vida en cada grito de gol y mi padre dejaba sus buenos pesos en el choripán que nunca terminaba cuando salíamos de la cancha o en el jugo Pindapoy, que era carísimo. Y si las cosas estaban bien, me llevaba después a comer a un restaurante para evitar llegar a casa y hacer ruido mientras mi mamá y mi hermana dormían. Mis otros ídolos fueron Enzo Trossero, Omar Larrosa, Antonio Alzamendi, Norberto Outes (mi primera camiseta de Independiente tenía el 9 de él, aunque yo no solía hacer goles), el Chocolate Baley y Carlos Goyén después, Ricardo Giusti, Jorge Burruchaga, Alfarito Moreno y muchos más. Esos ídolos quedaron y quedarán por siempre adentro mío.

Fui feliz en esa infancia en la que también hubo tristezas, como aquella del 29 de noviembre de 1989, cuando perdimos la final de una Supercopa ante Boca, en Avellaneda. Fue la noche en que Artime erró un penal. Teníamos mejor equipo y estaba convencido de que íbamos a ser campeones. Además, al día siguiente cumplía años y quería ese título de regalo. Ahora que pasaron más de veinte años, recuerdo de todos modos esa noche con alegría. Es que la nostalgia de amargarme junto a mi viejo tiene, al fin de cuenta, el sabor de la melancolía cuando es dulce.

Ahora me acuerdo también de los títulos del 84. Uno fue el de la Libertadores, que festejamos en la cancha vieja; pero la Intercontinental ante el Liverpool la vimos por tele, después de un asado, en la casa de mi padrino, que quedaba en San Antonio de Padua. Gritamos como pocas veces aquel gol de Percudani en Japón.

Los 90 se fueron con pena y sin gloria. Bochini se retiró una noche de semana en la que antes del partido homenaje llovió como nunca. Mi viejo no quiso ir. Me tomé el colectivo 11 desde Liniers y me saqué una entrada en la Cordero Alta. Fue la primera vez que iba a esa cancha sin mi papá. Me hubiese gustado que él esté cuando la hinchada cantaba “porque te quiero / te vengo a ver / aunque esta noche sea la última vez”. Me acuerdo que lloré de emoción, como muchos otros, porque sabía que sin mi ídolo nada sería igual. Y así fue. Años después ganamos un Supercopa a Boca y también fui solo. La vuelta del año siguiente en el Maracaná, ante el Flamengo, fue la última que festejé con mi viejo al lado.

Después Independiente y él se cayeron casi al mismo tiempo. Ocurrió aquello de la leucemia y la cancha pasó a ser un recuerdo para los dos. Vi la vuelta con el equipo de Gallego pero sin él ya no era igual.

En estos tiempos en que le ganamos al Goiás, todo es distinto. Pasaron los años, yo estoy más viejo y los recuerdos se ven de otra manera. Falta mi padre pero prefiero creer que desde algún lado celebra el título, grita el “dale campeón” y me busca en los abrazos de los que nunca quisimos despegarnos.

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