BOCHINI


Por Alejandro Duchini. (En Twitter, @aleduchini)
Hoy cumple 59 años Ricardo Bochini, mi ídolo de pibe. Creo que esta fecha puede servirme como excusa para recordar al mayor héroe que tuve en mi vida.

Cuando yo era chico tenía varios héroes: Batman, Superman, Meteoro, El Llanero solitario, El Zorro y uno que era de carne y hueso: Ricardo Enrique Bochini. No era el típico galán: petiso y pelado, encima andaba con pantalones cortos. Pero era real. Lo veía cada domingo, cuando mi papá me llevaba a la cancha. Yo tenía 6 años y era el único del barrio y del colegio que tenía el privilegio de ir a ver fútbol seguido. Corrían los años 70 e Independiente ganaba todo. Era campeón cada dos por tres y jugaba de manera exquisita. No recuerdo el juego bonito de aquellos primeros tiempos, pero con el correr de la vida empecé a comprender, viendo a ese equipo, lo que era jugar bien a la pelota. En los 80 me hice una panzada con aquello. Ganamos el torneo local, después la Libertadores jugando como si hubiese once dioses en la cancha y luego fuimos campeones del mundo en Japón, ante el Liverpool de Inglaterra. Después vino un bajón y en el 89 el equipo resurgió cuando fue ganador del torneo peleando palmo a palmo con el Boca de Pastoriza y Marangoni.
Todo ese ciclo lo viví con alegría. Fui un privilegiado. Había noches en que me acostaba tarde porque los miércoles jugábamos por la Copa y volvíamos de la cancha con la madrugada bien entrada. Al otro día iba al colegio mal dormido pero feliz. En clases pensaba más en los partidos de Bochini y su ballet que en Historia o Matemática. De esos tiempos me queda la gran amistad que hice con mi papá, que me llevaba a la cancha en el Chevy blanco primero y en el Torino después. Comíamos un choripán a la salida, mientras volvíamos caminando por la calle Alsina, hasta Belgrano, donde estacionaba el auto. A la ida y a la vuelta escuchábamos Sport 80, un programa deportivo con un recién llegado al país Víctor Hugo Morales. Lo acompañaban Néstor Ibarra, Quique Wolf y tantos otros. Hasta su aparición, el relato obligado era el del Gordo José María Muñóz. De ese tipo que jugaba a favor del poder de turno conservo en algún lado las grabaciones en casette de dos goles de Bochini al mejor Fillol, en una final del Nacional contra River que se jugó en enero del 79, en Avellaneda. Ganamos 2 a 0 y celebramos el campeonato con mi viejo y amigos suyos en una parrilla de la Perito Moreno que se llamaba El Cisne, en el Bajo Flores. 


Un amigo de Antonio, mi padrino y segundo padre, me consiguió el tesoro más preciado que se podía tener en los últimos años de la infancia. Era un autógrafo firmado por el mismo Bochini. Cuando me lo dio quedé helado de la emoción. Lo guardé por años, hasta que en mis muchas mudanzas lo terminé por perder. Sin embargo, tengo otro. Una vez fui a su departamento, en Balvanera. Toqué timbre y me atendió un amigo de él. Bochini dormía la siesta pero me dejó su eterna firma en un papel que se transformó en otra reliquia. Por eso años la hinchada de Independiente le pedía a Dios, con la música de León Giecco, que “Bochini juegue para siempre”. Pero el Bocha no jugó para siempre. Una tarde de 1991 Pablo Erbín le dio una patada tan grosera y dura que lo sacó de las canchas. Emocionado, meses después lloré, solo, cuando la cancha entera gritaba “porque te quiero, te vengo a ver, aunque esta noche sea la última vez”. Era la noche de su partido despedida. Mi viejo no había querido ir así que me tomé el colectivo en Liniers para ver lo que para mi era y es un hecho histórico. Se terminaba una parte de mi infancia y adolescencia. El Bocha tenía su más que merecido homenaje.
 
 
Después el periodismo me dio la posibilidad de entrevistarlo varias veces. Una vez toqué el cielo con las manos cuando le hice una entrevista a doble página para Crónica, que además fue tapa del suplemento y del mismo diario. Me la había encargado un tipazo, Alberto Deán, mi jefe de entonces. Era 1999 y almorzamos juntos. Como yo andaba a gamba, después se ofreció a llevarme desde el restaurante hasta el diario. Me sentía un privilegiado al lado del hombre que me había dado tantas alegrías cuando era chico. Nunca había imaginado ir por esta ciudad con el Bocha a mi lado. Cuando llegamos me pidió que lo lleve a la redacción del diario. La caminamos juntos y seguimos recordando aquellos tiempos. Tal vez él ni idea tenga de lo que significaba eso para mi.
 
 
Desde que Ricardo Enrique Bochini, la leyenda que vino de Zárate, como lo refería Víctor Hugo, dejó de jugar, Independiente no fue el mismo. El club cayó en un pozo sin fondo de veinte años de pobreza. Apenas algunos títulos en los 90 con Brindisi y otro en el 2002, con Gallego. Este último mi papá no llegó a verlo. Apareció el Kun Agüero pero el resto fue y es sequía. Tiramos la cancha abajo y nos quedamos con una a medio hacer. Como si fuera poco, ahora hasta peleamos para no descender y la institución está invadida por barrabravas y endeudada hasta el cuello (o más).

Ahogados en el dolor de ya no ser, extraño a Bochini. Simplemente porque no hubo ni habrá otro igual. No hay vuelta que darle: para mí, la 10 será siempre sinónimo del Bocha. Todavía cuando voy a la cancha lo recuerdo en el pasado y lo imagino en el presente. Y a veces hasta me animo a pensar que en algún lado de la cancha está mi viejo mirando el partido y que vamos a ganar y después nos iremos juntos, contándonos las hazañas del Bocha mientras comemos el choripán por Alsina. En la Belgrano nos espera el Torino.

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