OTRA FORMA DE EXITO

Gustavo Fernández le cuenta a Nueva (fue publicada así) cómo llegó a ser el número uno del mundo de tenis en silla de ruedas.

“Yo me consideraba exitoso antes de ser número uno, aunque el resto de la gente recién ahora me considere exitoso. Siempre dejé todo para llegar al máximo: eso ya es ser exitoso. Además disfruto mucho de lo que hago, lo cual también es un éxito. Me encanta este deporte. Si no lo disfrutara, por más que fuese bueno, no estaría tan copado como estoy: lo más importante es ser feliz con lo que uno hace”.

Gustavo Fernández pasea por el mundo en su silla de ruedas. Nacido en Río Tercero, Córdoba, el 20 de enero de 1994, de chico soñaba con viajar en avión. Hoy viaja tanto que no quiere volar más. Sólo lo hace porque tras cada viaje lo esperan los torneos. Desde el 10 de julio es el número uno del mundo de tenis en silla de ruedas. Ser tenista surgió en el asiento trasero de un auto, cuando a los seis años les dijo a sus padres: “ma, quiero hacer tenis”, como le recuerda a Nueva. Viene de familia deportista: su papá es Gustavo Fernández, ex jugador de básquet y actual director técnico de Boca; su hermano mayor es Juan Manuel, basquetbolista que juega en el Pallacanestro de Italia; y su mamá, Nancy. Desde siempre mamó los deportes a pesar de que un infarto de médula que le sucedió cuando tenía un año y medio lo paralizó de la cintura hacia abajo. A sus cinco meses gateaba y a los ocho caminaba; después se las arregló para adaptarse a su nueva condición. Nada fue un impedimento. Jugó al básquet y al fútbol. También al golf. Y hacía natación. “Pero nadar no me gustaba. Me aburría. Lo que me gustaba era aquello que se podía jugar con pelotas. Siempre quise ser deportista, lo mamé de chico. Es una pasión”, explica. Y del fútbol dice, con una sonrisa: “Me hacía bosta los tobillos porque me arrastraba. Mi vieja después me cagaba a pedos. ¡Volvía con los tobillos así! Rodilleras, tobilleras y unas zapatillitas. A todo te adaptás”.

Sin embargo, lo que destaca es una patineta que le adaptó Lalín, el abuelo al que no olvida: se le humedecen los ojos al recordarlo. “No recuerdo la patineta pero sí la historia, que me la contaron”.

A los 8 pasaba horas y horas peloteando contra el frontón del club 9 de julio, en Río Tercero. “Todo el tiempo”, recuerda de sus vacaciones. “Tenía una raquetita de aluminio que me había comprado Lalín. Siempre fui competitivo y calentón. Cuando las cosas no salían, la tiraba contra el piso. No se rompía, pero quedaba despareja, torcida. La primera vez que rompí la raqueta de mi abuelo la escondí para que no me cagaran a pedos. Creo que la escondí en la casa de mi abuela paterna, en la parte de atrás. Ésa raqueta no apareció más”.

Se fue a Buenos Aires a los 12 años. En Córdoba no había mucho más que hacer a nivel competitivo, así que se acercó a la Asociación Argentina de Tenis Adaptado (AATA). Ahí conoció a Fernando Sanmartín, su actual entrenador. “Mi formador. La persona que, junto con mis padres, me hizo el profesional que soy. Fernando es una de las personas más importantes de mi carrera. Me enseñó todo en lo tenístico y en lo profesional”, lo refiere. La única forma de crecer en el tenis era entrenar en AATA. A veces volvía a Córdoba, otras se quedaba en Buenos Aires. Así pasaron los meses, los años y llegaron los torneos y los viajes.

No quería dejar el colegio, aunque se le dificultaba la asistencia. “¡Cómo me bancaron! Era buen alumno, pero no estaba nunca. Un año, falté seis meses de nueve. Un poquito de ayuda me daban...”, desliza: “Me iba de competencia, volvía y rendía todas las pruebas. Una profe a la que le encantaba el deporte, y era una genia, una vez a mi vuelta de un torneo me dijo ‘te sacaste un 8’. ¡Ni la prueba había hecho!”.

En 2007 hizo su primer viaje a Europa. Lo acompañó Sanmartín. Aquella que no pintaba como gran experiencia, finalmente fue de lo mejor. Al contarlo, Gustavo no para de reír: “Fernando es muy gruñón. Una vez que lo conocés te das cuenta de que es pura carcasa, que es un tipazo. Pero yo era chico y viajaba a Europa por primera vez. Fue espantoso. Encima, doce horas de vuelo. Con transbordos hasta Polonia: Buenos Aires, Madrid, Austria, Varsovia. No dormí nada, de la ansiedad. Viajé enfermo porque somatizo mucho. Al final fue muy divertido”.

Esta entrevista se hizo en el CENARD. Mientras esperábamos a metros de la puerta principal la llegada de la fotógrafa, Cecilia Romano, empezamos a hablar. En ocho minutos (literales) se acercaron siete personas. Las dos primeras, un padre y su hijo, habituales jugadores de tenis. “Es un honor que nos representes como nos representás… ¡Qué lomazo que tenés!”, elogiaron. Los tres segundos, una madre y sus dos hijos; venían desde Corrientes: “¿Puede ser una foto?”, preguntó, tímida, la mujer, y contó: “Mi hijo, de chico, tuvo un problema en la médula: lo salvó el deporte”. Los dos últimos, otro padre, otro hijo: “Un orgullo sos”, admiró el padre antes de agregar: “¡Lo que te ví hacer! ¡Muy bien! Juego al tenis desde los cinco años. Mi pibe también juega. Sos un grande”. Ninguno le pidió autógrafos. Hoy los momentos se fotografían. “No me interesa ser famoso, pero los reconocimientos vienen por el lado de que estoy haciendo las cosas bien”, suelta Gustavo cuando volvemos a estar solos.

Para hacer la nota nos alejamos de la entrada. Decidimos que el lugar apropiado era el de su hábitat: la cancha de tenis. Hay dos: en una entrenaba Carlos Berlocq, que lo saludó con una sonrisa, y la otra estaba vacía. Respetuoso, Gustavo preguntó si nadie la usaba. Ahí hacemos las fotos. Siempre predispuesto, mueve la raqueta de un lado a otro, sonríe, posa mostrando sus ojos claros, se saca el buzo, vuelve a jugar con la raqueta, se apoya sobre la red, sonríe de nuevo y cada tanto -aunque hincha de Boca- mira hacia la cancha de River, que se impone al fondo del barrio. La fotógrafa tiene el control de la situación.

Este año, Gustavo Fernández ganó final en Australia y perdió en Roland Garros (torneo que conquistó el año pasado) y Wimbledon. Es el primer argentino que llega al número uno del tenis. “Mi entrenador, cuando perdí en París, dijo que iba a llegar al número uno. Pero yo no esperaba que se dé tan rápido”, dice. De tantos viajes, se acostumbró a codearse con Roger Federer, Rafa Nadal y hasta Novak Djokovic. “Antes me los cruzaba y me sentía como un nene en Disney, pero ahora me acostumbré: todos vamos a trabajar”, cuenta. Aunque no se olvida del día en que Djokovic le interrumpió el entrenamiento para llenarlo de elogios: “Es un orgullo que alguien que está entre los diez mejores de la historia se acerque a elogiarme por mi juego. Vino a saludarme sin cámaras ni nada. O sea, que fue sincero. Eso dice mucho de él”. No le faltan elogios tampoco en el país: desde el actor Ricardo Darín hasta el presidente Mauricio Macri celebraron sus logros.

No es sencillo mover al equipo de Fernández. Su carrera, cuenta, es solventada con un salario del ENARD (Ente Nacional de Alto Rendimiento Deportivo), que le paga una beca mensual de 22.500 pesos. Aparte, gastos de viaje, hospedaje, comidas y entrenador. Hay además deportólogo, nutricionista, kinesiólogo y preparador físico, entre otros ayudantes. Las raquetas se las proporciona la firma Yonex y las sillas de ruedas, que tienen un costo de 10 mil dólares, la norteamericana Invacare. “Al principio jugaba con una silla hecha por nosotros, atada, bien a la Argentina. Así gané mi primer súper series. La doné. A veces me gustaría tenerla de recuerdo, pero por suerte a alguien le sirvió”, dice.

Escuchar (pero escuchar de verdad) a Gustavo Fernández es aprender. Porque cada historia de vida tiene su enseñanza si se escucha. Aunque él no pretenda ser maestro ni ejemplo, como dijo tras la sesión de fotos: “Me molesta tener que ser ejemplo de cosas simples. Tener novia, salir con amigos, ir a comer, manejar. ¡No está bien eso! No tiene que ser una excepción ser discapacitado y desarrollarse en algo. Sí me siento ejemplo como deportista, porque me tuve que capacitar y superar mucho para llegar a donde estoy. Lo otro está mal”, opina. Y después: “Hay países más desarrollados para con los discapacitados. Y en otros es peor que en Argentina, como Estados Unidos. No me gusta cómo se toma al discapacitado. La clave es naturalizar la situación, descomprimir, que no haya tanto miedo ni rechazo al discapacitado. Hay que entender que una discapacidad no es algo malo. En la medida en que se entienda eso se empezará a naturalizar. Si eso pasa, el discapacitado podrá ser él mismo al 100 por ciento”.

Como ejemplos, en cambio, tiene dos deportistas y gente de su entorno. Entre los primeros, Luis Scola (basquetbolista) y Marcelo Bielsa (entrenador de fútbol). “Scola la tiene clarísima y me encanta escucharlo, porque sabe de todo y no sólo de deportes”. De Bielsa dice: “Es fiel a sus convicciones. Admiro su fidelidad a lo que cree. Eso para mí es un éxito”.

El otro ejemplo está en su familia: “Uno de mis sueños es formar una familia como la que formaron mis viejos. Cuando veo la relación que tienen entre ellos y con nosotros, sus hijos… hay una conexión increíble. Eso es lo que deseo para mí: una vida similar a la de mis viejos”. “Que Florencia sea mi esposa, con el amor y el cariño que se tienen mis viejos”, agrega. Florencia es su novia desde hace ocho años. Se conocieron cuando él tenía 15 y ella 13. “Nos gustamos casi instaneamente”, cuenta sobre aquellos tiempos de amigos en común en Río Tercero. “A medida que crecía veía lo que era como persona. Tenemos mucho en común. La única novia en serio que tuve, porque anduve con otras chicas pero nada formal. Con ella la pegué”. Ahora que Gustavo vive en Buenos Aires, es posible que en cuanto ella termine sus estudios de Relaciones Internacionales se venga a vivir con él.

Gustavo no tiene entre sus objetivos volver a caminar: “Caminar no me cambiará nada”, sorprende. “Mi vida va a ser lo que yo quiera que sea. Esa es la esencia. Tengo una vida que no sé si la hubiese logrado a los 23 años caminando. Soy campeón panamericano, practiqué los deportes que quise, viajo y me dedico al tenis”, enumera. Y vuelve a sorprender al recordar cuando se plantó ante su familia y ante su futuro: “Lo de caminar fue más tema de mis viejos, que pensaban que me iba a hacer mejor. Pero a medida que crecí me di cuenta de que podía tener una vida normal. A los 11 años les dije que no quería hacer tratamientos. Había una posibilidad con células madre. Les dije: ‘No me interesa, soy así, está bien, estoy bien y va a estar bien. Tengo mi vida normal y no tengo ganas de hacer otro tratamiento. Ya hice muchos’. Ellos lo aceptaron”. Y continúa: “Mis viejos me enseñaron todo. Lo que sé, es por ellos. Y en lo deportivo, por Fernando. Las situaciones problemáticas pueden enseñarte si uno las canaliza. Si las enfrentás, son enseñanzas. Yo no cambio poder caminar ni nada de mi vida por todo lo que logré”.

“Muchos creen que tengo mala suerte pero yo me siento un afortunado. Me dicen ‘dale para adelante’, como creyendo que soy sufrido. Sé que algunos me tienen lástima. Pero no recuerdo, salvo cuando murió mi abuelo, haber pasado nada sufrido. Y lo que sufrí no estaba relacionado con mi discapacidad. Fui un pibe feliz. Lo único que lamento es que mis viejos hayan sufrido esta situación, porque habrá sido muy duro para ellos hasta que lo asumieron. Pero hace rato que el tema está desterrado para todos”, dice.

“Cuando decía que iba a ser número uno del mundo todos se reían. Pero yo soñaba alto. Si hasta quería llegar a la Wheelchair NBA (básquet en silla de ruedas)”, rememora. Para sustentar todas estas líneas, no está de más buscar los videos de la web en los que se observa Gustavo jugando. Se verá cómo se cae, se levanta y le sigue pegando. Una y otra vez se cae y se levanta. Como en la vida.

FERNANDO SANMARTÍN
A Gustavo lo conocí con once años y ahora tiene 23: imaginen todo lo que pasó en el medio. Se vino al CENARD y nos sorprendió desde el primer día, porque tenía actitud, dinámica, ganas. Evolucionó muy rápido. Respondía muy bien a los estímulos. Era híper competitivo. Después intensificamos el trabajo y confirmó lo que creíamos de él: más tiempo juntos, más entrenamiento, más competencia. A los 16 llegó a ser número uno del mundo juvenil y ya no había marcha atrás. Había que pensar cómo seguir ese proceso. Ya jugaba con los grandes y a los 17 empezaron sus mejores triunfos, además de un buen ranking. Explotó a los 17, cuando además les ganó a los número 1, 2 y 5 del mundo y quedó entre los primeros diez. Ya entonces el nivel junior era simbólico. Desde ahí todo fue trabajar pensando en lo que conseguimos hoy.
Gustavo llegó al número uno porque lo que sospechamos desde el principio lo confirmó cada día. Lleva la competición adentro: a lo que juege quiere ganar. Necesita competir. Es un chico muy inteligente, que ha sabido escuchar y se ha dejado guiar. Cuando decidió confiar, confió plenamente en el programa que le dimos y confió también en él mismo. Pudo desarrollar al máximo sus ganas de superarse.
Lo del ranking es relativo, porque el objetivo es llegar a lo mejor. Pero hay mucho para seguir trabajando, porque no nos podemos quedar enganchados en las cosas por más que hayan salido bien o mal. Tratamos de poner la mente en el presente. Queremos que cada vez juegue mejor y sea mejor profesional y mejor tenista.
Puede llegar a donde él quiera. Es el número uno del mundo: ganó grand slams, llegó a finales que no ganó, es joven, pero sobre todo tiene un gran mérito que es el único parapléjico completo en alcanzar el número uno. Eso le da un valor agregado a lo que hizo y a lo que puede hacer. Le ganó a tipos que pueden caminar y que simplemente lo que hacen es usar la silla de ruedas el día en que juegan. Va a lograr lo que se proponga.

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