Día del padre

A veces no sé cómo encarar un texto sobre mi padre. Me quedo con las ganas de escribir sobre él porque siento que no me alcanzarán las palabras; o porque me da la sensación de que al intentarlo me quebraré. O porque los recuerdos me apabullan y tengo que seleccionar y no me sale, me pierdo. Posiblemente nunca lo haya conocido del todo. Les pasa a muchos, me cuentan: cuando hablo de padres, no son pocos los hijos que me dicen eso.

Entonces lo leo a través de relatos de otros. Me meto en textos sobre padres: cuentos y novelas que me llevan a espejarme. El espejo siempre termina roto y busco rearmar la imagen juntando los pedazos. Casi nunca lo consigo. Tal vez mi papá sea eso: recuerdos e imágenes que cambiarán todo el tiempo; con los años me convenzo de que ese tipo que murió a fines de los 90 nunca será algo fijo. Por el contrario, será alguien que se mueve dentro mío para que sienta que estará ahí, por siempre. Para bien o para mal.
Tengo dos amigos que en los últimos tiempos se sumaron al club de los huérfanos de padre. Uno de ellos es Alejandro. Hace un año su papá murió en el Hospital Durán, el mismo lugar en el que falleció mi viejo. Alejandro lo tenía en un altar. Si yo compartía con el mío la pasión por Independiente, él la compartía con el suyo por Vélez. También iban a la cancha y en los últimos tiempos veían sus partidos por el cable, en la casa de alguno de ellos o en un bar. Recuerdo que cuando Ale se alquiló un departamento cerca de Primera Junta su plan dominguero consistía en juntarse con su papá para ver a Vélez en un televisor viejo. Luego, su padre se le apareció con uno nuevo. Siempre lo recuerda entrador y conversador. Y cuando lo describe, sonríe. Creo que no hay nada mejor que recordar a alguien que no está con una sonrisa. Es una forma de saldar deudas, aún con la ausencia.
Ito la pasó peor con la muerte de su padre. Él y yo sabemos por qué. No voy a entrar en detalles. Hace unos días me recordó aquellos tiempos de hace dos años. Estábamos un domingo a la tarde en su casa, en Liniers. Me habló de él con los ojos brillosos, como si hicieran equilibro sobre la fina línea que divide la frustración de las lágrimas. Al igual que Alejandro, también compartía con su papá el sentimiento velezano.
El fútbol nos une a nuestros padres, pienso. Es tan argentino eso.
Yo tengo un segundo padre. Aunque no lo veo con la frecuencia que me gustaría. Se llama Antonio y también es hincha de Independiente. Era amigo de mi papá. Con él íbamos a la cancha, desde que yo era muy cachorro. Nunca perdimos el contacto. Desde que lo conozco vive a las apuradas y llega tarde a todos lados. Y siempre que lo veía me quedaba con ganas de estar más tiempo con él. Disfrutaba de su presencia. Cuando uno le habla, escucha. No es sencillo encontrar gente así. Soy un afortunado al tenerlo. No reemplaza a aquel tipo que perdió la brújula cuando murió mi mamá y no supo qué hacer con su vida y la de sus dos hijos. Pero es bueno saber que está. Ahora va a ver a Chicago. Se junta a comer asados con ex jugadores del club que son sus amigos. Una vez compartí aquella parrilla y unos cuantos vasos de vino en Mataderos. Fue hace unos años, antes de que la vida pusiera en mi camino a la mujer que amo. Me gustaría que Antonio conozca personalmente a mis hijos, simplemente para que ellos sepan que existe un tipo como él.
Alguna vez escribí una columna muy personal en la que contaba que me sentía en una bisagra: hacia un lado era hijo y hacia otro, padre. Hay cosas que no se cambian. Siempre seré hijo y padre. Todo a la vez. Pienso en eso porque es el Día del Padre. Es un hecho comercial que sin embargo termina por meterse adentro de uno.
Lo cierto es que nunca olvidé a mi viejo. Siempre, en algún momento de cada día, se me aparece. A veces su recuerdo me pone triste; otras, contento. Y muchas está, simplemente. Lo concreto es que vive en mí.
Mi padre y yo fuimos algo más que un padre con su hijo. En algún punto, practicamos la amistad. Hasta mis amigos encontraban en él a un consejero. Podíamos pasarnos horas hablando de mujeres o de fútbol. Se reservaba para él su momento de tangos. Encendía el grabador y escuchaba a Gardel o a Sosa. No le gustaba Piazzolla porque, a su gusto, pertenecía a una nueva camada de pseudos tangueros que querían revolucionar esa música. Cuando le decía que no me interesaba el tango, me contestaba: “No importa, el tango es tan grande que tiene tiempo de esperarte”. En rigor de verdad, no hubo que esperar demasiado para que nos encontremos. Muchísimo antes de su muerte ya me había picado el bichito. Le conté una vez que admiraba a Goyeneche y me devolvió que había mejores, aunque eso lo puso contento. También le dije que escuchaba a Gardel en el walkman, a principios de los 90. Supongo que ese habrá sido su minuto de gloria: dejarme la herencia de aquella maravillosa voz.
No pude nunca entenderlo del todo. A pesar del amor que me dio, un día decidí irme de casa porque las cosas entre él y yo no andaban bien. Recuerdo que el viernes a la noche en que hice la mudanza nos quedamos esperando que venga el flete para llevarse mis cosas. Estábamos sentados frente a frente, en los viejos sillones que compró en los tiempos en que se casó con mi madre. Yo no hablaba mucho porque sentía culpa y miedo. Él apenas articulaba palabra para no llorar: empezaba a sentirse solo. Aunque aquella soledad había comenzado unos años antes, cuando murió mamá, y continuó cuando se peleó con mi hermana. Estuvieron distanciados mucho tiempo. Nunca supe qué hacer en aquel escenario. Acompañé a cada uno de la forma que pude. Ellos al menos pudieron saldar cuentas unas horas antes de la muerte de él, en el séptimo piso del hospital. Aquel viernes del 93 me fui con el fletero. Metí algunos muebles lo más rápido que pude en el ascensor y me marché. Necesitaba irme rápido, no demorar el dolor de la despedida. Sin embargo, siempre volví. Nunca pude vivir sin él. En Liniers quedaba mi habitación y yo tenía las llaves del departamento. Por esos tiempos empezaba una nueva relación con una mujer. Siempre creí que fue más por tener una compañía que por otra razón. De todos modos, yo quería verlo bien.
Ahí fue que el tiempo se aceleró. La vida transcurrió demasiado rápido y se enfermó. Justo él, que siempre había tenido una salud de hierro. Un domingo me dijo por teléfono que tenía leucemia. Yo no estaba en Buenos Aires. Al lunes siguiente lo acompañé al Durán, donde los seis meses siguientes haría un tratamiento contra su propia decadencia física. Aquel día, cuando me saludó desde adentro del taxi, supe que empezaba el final. Me fui al diario y escribí varias notas, una tras otra, para olvidar. Después vinieron tiempos de médicos y malas noticias, una tras otra. Aquella enfermedad la viví solo. Cada noche llegaba a casa y esperaba que me llamaran del hospital para decirme que todo había terminado. Una noche cambié de planes. Salí tarde del diario y me tomé el colectivo hacia el hospital. La enfermera me dejó pasar a la terapia intensiva a pesar de que eran las doce de la noche. Me acerqué a su cama, donde respiraba rodeado por cables y con los ojos abiertos. Cuando me vio se le formó una sonrisa que, no sé por qué, me entristeció. Me pidió que lo ayudara a incorporarse. Tuve miedo pero lo hicimos. Hablamos un rato. Hasta que me pidieron que me fuera. Me quedé sobre Acoyte y me tomé el 55 a Palermo. No pude en todo el viaje a casa dejar de pensar en él.
Aquella noche, en el camino, me acordé de la primera vez que probé un submarino, en un bar, cuando yo tenía 5 o 6 años. Fue un sábado a la mañana en el que me sacaron sangre. Desde el día anterior mi viejo me decía que si me portaba bien, después iríamos a desayunar algo riquísimo. Siempre le tuve miedo a las inyecciones pero lo hice bien, sin llorar: todo por el famoso submarino. Me acuerdo de que el mozo trajo un vaso alto lleno de leche humeante y dos barras de chocolate. Mi padre les quitó el envoltorio y las puso, despacio, adentro del vaso. Me dijo que espere a que se derritan. Y esperé. Después le puso azúcar y me lo tomé, despacio, saboreando cada trago de ese chocolate increíble. Nunca olvidaré esa primera vez. No sé si volvimos a estar tan juntos como aquella mañana. Tampoco sé si volví a sentir tanta seguridad a su lado como entonces. Pero si de algo estoy seguro es que nunca olvidaré ese desayuno que con el tiempo se convirtió en mi Rosebud de Citizen Kane.
Sus últimos tiempos fueron tristes. Estaba flaco y amarillo y pasaba más días en el Durán que en el departamento que se había alquilado en Caballito. Hasta hubo un día en que perdió el habla. Aquella noche yo tenía una fiesta. Dudé si ir o quedarme en mi casa a lamentar lo que pasaba. Pero fui y terminé borracho. Volví a casa el domingo a la mañana, con resaca y solo en un taxi con la ventanilla abierta para que el aire me dé en la cara. Después empezó a perder el conocimiento y yo perdí el valor de verlo morir. En sus últimos días me fui a Mendoza. Era otoño. Nunca puedo acordarme si murió en la noche del 14 o del 16 de abril. Si me acuerdo de que estaba en el hotel y no podía más de los nervios. Llamé a Buenos Aires y me dijeron que había fallecido. A la mañana siguiente regresé. Cuando entré a la morgue y ví su cuerpo inerte tomé conciencia de lo que pasaba. Me quebré y lloré como un chico. Era una mañana húmeda. Había enterrado una etapa de mi vida a la fuerza, con sus claros y sus oscuros. Se había ido una de las personas que me había traído. No quise velorio ni nada. Con el tiempo, hice trasladar sus restos hacia el nicho en el que estaban los de mi madre. Aunque simbólico, me alegró que estuvieran juntos. No volví al cementerio y no creo que vuelva a ir.
No me dejó herencia material pero sí de la otra, la que vale. Con el tiempo aprendí a perdonarlo y hasta lo quise más que cuando compartíamos tangos y fútbol. Con su muerte me enseñó que uno hace lo que puede y que no existe el padre perfecto. Tal vez los hijos siempre reprochemos algo, por más que del otro lado haya alguien que deja todo en la cancha por uno.
Por Alejandro Duchini

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