Campeones sin corona
Esta fue una crónica realizada a mediados de 2006 a partir de un artículo que daba cuenta de la decadencia pero, a la vez, de la integridad con que sobrellevaba su destino el mítico boxeador Joe Frazier. La nota original, en http://www.infobae.com/weblogs/detalle.php?idx=1463
Un artículo del diario AS, de España, da cuenta de que el mítico boxeador Joe Frazier sobrevive en una humilde habitación, en Filadelfia, con poco dinero en el bolsillo y mucha historia sobre sus hombros.
Tiene 62 años, pero en sus tiempos dorados peleó contra Mohammad Alí. El deporte, y particularmente el boxeo, cuenta sobradas historias de tipos que fueron ganadores en ese ámbito pero terminaron como perdedores en la vida.
La gloria se vende en los diarios y en las cámaras de TV, pero los fracasos se viven en la soledad, en los dolores del alma que muchas veces no pueden cicatrizarse. La tristeza, se sabe, es eso: un amor que se va, un pasado que no se puede olvidar, una melancolía que no cicatriza. Y es, a veces, un ring vacío al que ya no se puede subir; o un estadio de fútbol que ya no corea el nombre de uno.
Se habla de Joe Frazier y surge un ejemplo argentino: Omar Orestes Corbatta. Fue ídolo del fútbol y brilló en Racing. Hizo jugadas increíbles y su nombre bajaba desde cada costado de la cancha. Pero el tiempo fue desdibujando la gloria que tenía forma de una pelota que se pinchó y no pudo arreglarse.
Corbatta sobrevivió al retiro triste y solo, con poca familia y muchos compañeros de ocasión. Lo acompañaba el vaso de vino en las solitarias calles de Avellaneda, a metros de la cancha de Racing en la que dormía encerrado en una habitación tan chiquita como posiblemente sea la de Frazier.
Esa habitación tenía en una época los vidrios rotos y por allí el invierno avisaba su presencia sin pedir permiso. Adentro, el hombre que había saboreado la gloria que se vende en los diarios, se tiraba a ¿descansar? mientras se le iba la vida. No tenía un peso en el bolsillo y mucho menos en el banco. Lo único que podía comprar era una palmada con algo de lástima de un futbolero que le reconocía tiempos mejores y algunas alegrías.
Corbatta murió a principios de los 90. Estaba tan solo como Garrincha, el ídolo brasileño que tampoco pudo gambetear al alcoholismo y terminó como NN en un hospital, con un cartelito que colgaba de un dedo de su pie.
Frazier entrena boxeadores aficionados y dice: “Si me pregunta si tengo dinero le puedo decir que en algún lugar de la habitación hay un paquete de billetes de 100 dólares”. Y agrega: “De algún modo también soy rico. Tengo una familia y una mente clara, y un cuerpo en buena forma pese a aquellas brutales peleas. Aún veo con mis ojos".
Perdió sus inversiones económicas pero no el orgullo, dicen. No se sabe si a Corbatta le quedó al menos eso. Por lo demás, no le quedó otra cosa que el anhelo de un pasado irrepetible, una página brillante escrita en la historia de nuestro fútbol.
En alguna medida todos ellos fueron campeones. Campeones que se quedaron sin sus coronas.
Un artículo del diario AS, de España, da cuenta de que el mítico boxeador Joe Frazier sobrevive en una humilde habitación, en Filadelfia, con poco dinero en el bolsillo y mucha historia sobre sus hombros.
Tiene 62 años, pero en sus tiempos dorados peleó contra Mohammad Alí. El deporte, y particularmente el boxeo, cuenta sobradas historias de tipos que fueron ganadores en ese ámbito pero terminaron como perdedores en la vida.
La gloria se vende en los diarios y en las cámaras de TV, pero los fracasos se viven en la soledad, en los dolores del alma que muchas veces no pueden cicatrizarse. La tristeza, se sabe, es eso: un amor que se va, un pasado que no se puede olvidar, una melancolía que no cicatriza. Y es, a veces, un ring vacío al que ya no se puede subir; o un estadio de fútbol que ya no corea el nombre de uno.
Se habla de Joe Frazier y surge un ejemplo argentino: Omar Orestes Corbatta. Fue ídolo del fútbol y brilló en Racing. Hizo jugadas increíbles y su nombre bajaba desde cada costado de la cancha. Pero el tiempo fue desdibujando la gloria que tenía forma de una pelota que se pinchó y no pudo arreglarse.
Corbatta sobrevivió al retiro triste y solo, con poca familia y muchos compañeros de ocasión. Lo acompañaba el vaso de vino en las solitarias calles de Avellaneda, a metros de la cancha de Racing en la que dormía encerrado en una habitación tan chiquita como posiblemente sea la de Frazier.
Esa habitación tenía en una época los vidrios rotos y por allí el invierno avisaba su presencia sin pedir permiso. Adentro, el hombre que había saboreado la gloria que se vende en los diarios, se tiraba a ¿descansar? mientras se le iba la vida. No tenía un peso en el bolsillo y mucho menos en el banco. Lo único que podía comprar era una palmada con algo de lástima de un futbolero que le reconocía tiempos mejores y algunas alegrías.
Corbatta murió a principios de los 90. Estaba tan solo como Garrincha, el ídolo brasileño que tampoco pudo gambetear al alcoholismo y terminó como NN en un hospital, con un cartelito que colgaba de un dedo de su pie.
Frazier entrena boxeadores aficionados y dice: “Si me pregunta si tengo dinero le puedo decir que en algún lugar de la habitación hay un paquete de billetes de 100 dólares”. Y agrega: “De algún modo también soy rico. Tengo una familia y una mente clara, y un cuerpo en buena forma pese a aquellas brutales peleas. Aún veo con mis ojos".
Perdió sus inversiones económicas pero no el orgullo, dicen. No se sabe si a Corbatta le quedó al menos eso. Por lo demás, no le quedó otra cosa que el anhelo de un pasado irrepetible, una página brillante escrita en la historia de nuestro fútbol.
En alguna medida todos ellos fueron campeones. Campeones que se quedaron sin sus coronas.
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