Mamá y su cielo
Escribí este texto en enero de 2009, cuando se cumplían 22 años de la muerte de mi mamá. Era la primera vez que escribía sobre ella. Lo necesitaba. Lo que más recuerdo de esta crónica es el comentario de uno de mis mejores amigos, Rubén Mozzone, que por eso época vivía una etapa similar. El texto original lo publiqué en www.apocalipsisnowtotal.blogspot.com. Hoy, que se cumple un nuevo aniversario, me da más para repetirlo que para escribir otra cosa sobre lo mismo.
Mamá y su cielo
Hoy se cumplen 22 años de la muerte de mi mamá. Ocurrió en martes aquella noche de 1987. Hoy –coincidencia- también es martes. Esa fecha me quedó grabada a fuego: 27 de enero de 1987; hora, 21 en punto; martes. Nunca un día se me hizo tan negro, tan denso, tan triste, tan inmenso, tan profundo. Y eso que he soportado otras muertes dolorosas, pero esa me marcó especialmente.
¡Pasaron 22 años! Más de la mitad de mi vida sin ella.
Es curioso: en 22 años casi nunca escribí sobre mi madre. Pocas veces me sentí vencido como para caer y hablarle. Confieso que –sin embargo- hubo ocasiones en que le hablé. En algunas cerrando los ojos y en otras mirando al cielo, como si ella estuviese volando y atenta a lo que le decía. Pero fueron las menos. Casi siempre opté por el silencio. Silencio es morderse la lengua y el alma para no dejar salir a las palabras ni a los sentimientos. Pensaba que no había que quebrarse, que había que seguir. No pedí explicaciones a un Dios ni a un destino. No las necesité. No las quise. Hubo algunos por qué pero fueron eso: tibios intentos de saber algo más, de buscar respuestas. Después, emergieron las preguntas. Las cosas muchas veces se saben con preguntas sin respuestas.
Mi padre, quizás en un intento por atenuar mi dolor, me decía “te hiciste grande de golpe”. Hoy creo que se equivocó. No me hice más grande. Nadie se hace más grande por el dolor. Se aprende, pero no te podés “hacer más grande”. Se golpea uno, pero no se hace más grande.
Diez meses tardó en morirse mi madre. Su agonía fue lenta y dolorosa: empezó con un desmayo en la Semana Santa del ’86 y terminó en el enero siguiente, luego de unas semanas que las sobrevivió respirando como pudo en una habitación del Hospital Fernández. Ahí estaba la muerte: acechando, mirando, esperando para dar el zarpazo final. La muerte no es intangible. Aprendí a mis 15 años que la muerte tiene forma, olores. La muerte es el aroma de los remedios, el olor del enfermo, las cajas de medicamentos que ya no se toman, los ojos entrecerrados que miran sin ver, las caras de angustia de los familiares, los médicos que la tramitan y la esperan como si nada. Eso es, también, la muerte.
No lloré cuando murió. Ya había llorado los días anteriores y sólo atiné a mirar por una ventana hacia el cielo. Fue instintivo: el cielo era azul oscuro y estaba cubierto de estrellas, recuerdo. Alguien salió de su habitación y dijo “ya está”. Éramos muchos los que esperábamos ese final. He olvidado cómo fueron los minutos siguientes.
Desde entonces, intenté pelearle al dolor desde el olvido. Confieso que me ha ganado la batalla, que por cierto fue silenciosa.
Ahora que sí soy grande, pero no a fuerza de golpes sino de años, me doy cuenta de cuánta falta me hace mi madre. Me hace tanta pero tanta falta que tengo la necesidad, por primera vez, de ponerme a escribir sobre ella. Pero sobre todo, de escribir para ella. Necesito que sepa que no la olvido ni la olvidaré. Es preciso que entienda que el silencio es, también, una forma de recordar. Y por eso este silencio de tantos años, al menos hasta hoy.
Desconozco cómo será el cielo de mi madre. ¿Tendrá estrellas? ¿Será azul oscuro como aquel de hace 22 años? ¿Será el mismo cielo en el que tal vez nos reencontremos, dentro de muchos, muchísimos años?
¿Harán falta las preguntas y las respuestas, allá, en el cielo de mi madre?