Borges
Creo que era en el año 2006: en un bar paquetón de Recoleta me encontré con la viuda de Borges, María Kodama, para hacerle una nota (la original está en http://www.revistanueva.com.ar/numeros/00779/nota01/). Se cumplían veinte años de la muerte del escritor. Hoy, el mundo habla de los 25 de ese fallecimiento. Lo más cerca que pude estar de él fue con esa entrevista, que hoy aprovecho para recordar.
En abril de 1986, María Kodama no sólo se casó con Jorge Luis Borges, sino que se convirtió en su última esposa y, dos meses más tarde, en su viuda. De eso hace ya veinte años: el 14 de junio moría en Ginebra quien, para muchos, fue uno de los mejores escritores de todos los tiempos; para otros, una injusta víctima de la politización de aquellos que eligen a los ganadores del Premio Nobel, algo que el escritor siempre anheló, pero nunca obtuvo.
Queda en el imaginario colectivo la imagen de un intelectual que no pudo ser feliz, mito –al fin de cuentas– que Kodama se encarga de desmentir: “Borges era feliz. Juntos fuimos felices. Si no, no hubiéramos estado juntos”, asegura ella con una constante expresión de tranquilidad (o paz) que no alterará durante el reportaje.
Heredera única de Borges, una sonrisa disfraza el fastidio que le causa contar –de nuevo– cómo conoció al hombre que sería su marido. Respetuosa de todos modos, cuenta que entonces tenía 12 años y un amigo de su padre la llevó a ver al escritor que todos admiraban. “Al menos, conocerlo te va a servir como experiencia”, le explicó el adulto que le abrió las puertas a la vida de Borges. Con los años, estudió con él; y con más años, comenzó a ser su secretaria, su compañera. Luego, su mujer.
Ningún vínculo alteró ese “usted” con el que se trataban: “A la gente que admiro siempre la trato de usted”, explica la mujer sentada a una mesa de un café de la Recoleta, a pocos pasos del departamento en el que vive.
–¿Ni siquiera cuando fue su marido le decía “Jorge Luis”?
–Siempre le decía Borges. “Escúcheme, Borges”. “¿Sabe qué, Borges?”. Y él se sorprendía cuando alguien me tuteaba. “¿Cómo lo permite?”, me decía. De vos trato a todo el mundo, es la forma normal. En cambio, el usted es intimidad.
–¿Cómo era Borges?
–Era una persona muy irónica, divertida. A veces decía cosas que no eran irónicas , pero la gente las tomaba como una ironía.
–Cierto sector de la gente también fue muy crítico con él.
–A Borges muchos le hicieron la guerra y eso se puede apreciar en los diarios de la época. Eso es algo que ha ocurrido siempre.
–¿Cómo le parece que se lo recuerda hoy, a veinte años de su muerte?
–Sus libros son un ejemplo de vida, de lo que se puede hacer, de que una persona nunca se haya traicionado a sí misma, de libertad. Creo que ese es el gran legado. De hecho, es lo que dice en su último libro, Los conjurados.
–¿Qué es lo que más le preguntan sobre él?
–Me preguntan qué comidas prefería, cómo escribía, qué lecturas le gustaban, qué países...
–Y, ¿qué le gustaba?
–Le gustaba comer arroz con manteca y queso, choclos, empanadas de carne con azúcar, la comida japonesa. Y también le gustaban los baños de inmersión, al levantarse. Eso le encantaba. Cuando era joven y tenía vista era un gran nadador.
–¿Lamentaba Borges su ceguera?
–Nunca, por lo menos conmigo, se manifestó triste por no tener vista. La gente que se autocompadece se destruye. El nunca se autocompadeció. Nunca pude tratarlo como una persona ciega porque él no transmitía esa necesidad. Era muy independiente.
–¿De qué manera manifestaba esa independencia?
–Le encantaba viajar y no dramatizaba cuando iba a una ciudad que no podía ver. Preguntaba cómo era y yo le explicaba. O, por ejemplo, cuando íbamos al cine y me preguntaba cómo era la imagen de algún diálogo que recordaba y le había interesado. Nos complementábamos mucho. Para mí era como la mitad de mi alma.
–¿Se lo hacía saber muy seguido?
–Me decía “mire cuánto me hizo esperar”. “¿Y usted a mí, con todas esas novias que tuvo?”, le contestaba yo. Se moría de risa.
–¿Qué pensaba de la muerte?
–Decía que por fin iba a saber o no si existía algo. Era agnóstico, dudaba. El agnóstico trata de buscar a Dios por un camino paralelo. Es triste la vida del agnóstico.
Veinte años sin Borges
–¿Cómo es su vida sin Borges?
–Me la paso viajando, me encantan los aviones. Me encantaría poder ir a la luna. Viajé en avión, en avioneta, en helicóptero, en globo. Creo que sólo me queda viajar en cohete a la luna.
–¿Así que viajó en globo?
–Sí, en California, con Borges. El estaba muy entusiasmado con ese viaje y la noche previa estaba pensando todo el tiempo cómo sería. En pleno vuelo, de tanto calor, él sólo dijo: “Pensamos en todo menos en traer sombreros de paja”.
–¿Qué paseo que haya hecho con Borges recuerda de manera particular?
–No fue un viaje, sino una visita a la reserva de Cutini, en Luján. Estaban los tigres de bengala, que eran maravillosos. El día que llegamos Cutini dijo que sería un honor que Borges acariciara a su tigre Rosi. “¿Usted cree que tocaré a un tigre?”, me preguntaba él. Todo el mundo se había arremolinado. Y este hombre estaba solo con su tigre Rosi, enorme, sin atarlo ni nada. “Rosi, le vas a hacer el honor de dejarte acariciar por el maestro Borges y saludarlo. Salúdalo, Rosi”, dijo él. Y Rosi le puso las dos patas en el hombro. Quise acercarme pero él me dijo que me quedara quieta porque no le iba a hacer nada. El tigre empezó a lamerle la cabeza, yo estaba desesperada y Borges, tranquilo. “¿María, cree usted que puede arañarme? ¡Qué olor que tiene!”, decía. Borges tenía los nervios de acero. Y Rosi no le hizo nada.
–Usted no habrá querido regresar nunca más a lo de Cutini.
–Pero el tema siguió con una merienda: era un atardecer de verano magnífico y este hombre nos invitó a merendar y soltó a su media docena de tigres. Y Borges veía las sombras de los animales que se movían. “María, no puede ser. ¿Es lo que pienso?”. “Sí, media docena de tigres de bengala sueltos”. “Nunca nadie me hizo un regalo tan maravilloso”, me dijo Borges. Para él fue una experiencia única. Estaba fascinado. Después, mis amigos me regalaron un libro en el que una persona cuenta cualquier cosa de este paseo, como que eso sucedió en una estancia de un rico. Pero hay gente que se adueña de imágenes que no le corresponden.
–Ya que me habla de imágenes, ¿me cuenta alguna que le venga a la memoria ahora?
–Es extraña. Cuando era chica soñaba que volaba entre edificios iluminados y altísimos. Algo maravilloso. Y me despertaba con una sensación de alegría, de felicidad. Durante toda mi vida soñé eso. A veces lo recuerdo, a veces no. Después supe que se trataba de Nueva York. Y es curioso porque Borges me dijo: “Voy a hacer realidad su sueño”. “Si hace realidad mi sueño, no lo voy a soñar más”, le contesté. “No sea tonta”, me replicó. Y me llevó a un vuelo nocturno en helicóptero por Nueva York que fue divino. Tenía razón: seguí soñando a pesar de haber cumplido el sueño.
–¿Le gusta Nueva York?
–Me gustaría vivir en esa ciudad; la amo. Ninguna ciudad en el mundo me transmite la fuerza y la energía de ese lugar. Manhattan está construida sobre piedras; quizás esa energía que transmiten las piedras… puedo estar mal, pero llego allí y es increíble lo que me pasa.
–¿Viaja muy seguido hacia allí?
–No puedo ir tanto como quisiera.
–¿Qué otras ciudades le agradan?
–Madrid es preciosa, muy linda. Cada ciudad tiene algo. También amo al Río de la Plata. Generalmente amo lo desconocido. Hay lugares, como Ginebra, que me producen cierta inquietud, como los lagos y las montañas.
–¿Ginebra?
–Ginebra, sí.
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