Pá, ¿me llevás a la cancha?
Eso es mi infancia: Independiente, la cancha, las tardes de
domingo en el viejo Torino azul, mi padrino y un par de amigos que se sumaban
en el camino, la avenida Perito Moreno desierta, el relato de Muñoz y las
descripciones formidables de Víctor Hugo, los miércoles de Copa, los sándwiches
de jamón y queso con el toque justo de mayonesa que preparaba mi vieja con unas
figazas como nunca más volví a probar, ir al cole dormido porque la
Libertadores me había tenido en Avellaneda hasta muy tarde, el jugo Pindapoy,
el choripán a la salida –sobre Alsina- que nunca terminaba, el abrazo con mi
papá mientras gritábamos el gol y el gol que se nos metía adentro.
Los 70 y los 80 me marcaron. Siempre que me acuerdo de ese
mundo incomparable que es la infancia me veo con mi papá en la vieja cancha de
Independiente de Alsina y Cordero.
Ahora que se reinaugura, la modernidad da lugar a la
melancolía, a la estéril búsqueda de los fantasmas de aquellos años dorados. El
color seguirá siendo el rojo y el sentimiento también, pero bajo el viejo techo
no estará ya mi papá.
Claro que voy a buscarlo con la mirada, aún sabiendo que de
su platea de madera sólo quedan fotos; ahora los asientos son de primer mundo,
bebés recién nacidos que se convertirán en mudos testigos de otras glorias que,
espero, sepan venir.
Mi padre se hizo de Independiente cuando era pibe por un
vecino y su amor por el club no paró; a mis seis años ya lo acompañaba a ver a
Bochini, Bertoni, Outes, Baley, Pagnanini, Larrosa, Trosssero, Alzamendi y
Villaverde, tipos que supieron hacer grande la historia de mi Rojo querido.
Mi primera camiseta roja tenía el 9, de Madera Outes. No se
por qué nunca me pusieron el 10 del Bocha, que era el ídolo de mi infancia, el
héroe del gol, el tipo que me regaló aquella noche inolvidable del verano del
79, cuando le hizo dos al mejor Fillol en una histórica final que terminó 2 a 0
contra River. Esa noche, mi papá, sus amigos, mi padrino y yo fuimos a cenar a
un restaurante que se llamaba El Cisne, camino de Avellaneda a Mataderos, donde
estaba mi casa.
Para entonces Independiente era un mundo de alegría al que
accedía los domingos y cuidaba en la semana. Seguí con mi papá aquellas
campañas increíbles con Nito Veiga como técnico en las que perdimos dos
campeonatos con el Estudiantes de Bilardo y lloramos, abrazados, el Metro del
83, aquella tarde anterior a Navidad en la que Racing se iba a la B y nosotros
éramos campeones.
Me acuerdo que aquel equipo tenía a Goyén, Clausen,
Villaverde, Trossero y Killer; Giusti, Marangoni y Bochini; Burruchaga, Morete
o Percudani y Barberón. Después ganamos la Libertadores en el primer invierno
alfonsinista y con Pastoriza como técnico Independiente viajó a Japón para
ganarle la Intercontinental al Liverpool inglés con un gol de Mandinga
Percudani.
Todo era fiesta pero de a poco aquella maquinita futbolera
se fue cayendo, diluyendo en los recuerdos de una gloria que ya no era y que se
arañaba sólo cuando se miraba hacia atrás.
El River del Bambino Veira arrasaba con todo y Central
amenazaba, Argentinos nos tenía de hijo y Racing volvía de la B para que
Bochini le haga uno de los mejores goles que ví en mi vida: el 30 de noviembre,
el día de mi cumpleaños, le hizo uno a Wirtz con una calidad impresionante
desde las puertas del área que daba al arco de la visera. El 29 de noviembre
del 89 tuve una tristeza infinita cuando Boca, el día antes de mi cumple, nos
ganó la Supercopa.
Desde entonces, Independiente se vino abajo: perdió aquella
regularidad de títulos y los dirigentes fueron endeudando el club. Lo que no
pudieron romper fue su grandeza.
Bochini dejó el fútbol y en el partido despedida lloré como
nunca cuando lo veía correr por la cancha, envuelto por las luces y el grito de
los hinchas desde los cuatro costados. Esa noche mi viejo no quiso ir a la
cancha y fui solo. Era la primera vez que no íbamos juntos.
Después, él se retiró definitivamente. Se conformaba con el
codificado pero Independiente no daba espectáculo. Logramos algunos títulos
(entre ellos el del brillante ciclo de Brindisi con Gustavo López, Rambert y
Usuriaga, entre otros monstruos) pero ya no había brillo sino pasado, como un
viejo boxeador que no puede dar pelea en el ring y añora los tiempos dorados de
mujeres, buenos vinos y mejores hoteles.
Volvimos a ser campeones en el 2002 pero el viejo ya no
estaba. Cuatro años antes se había ido para siempre unas horas antes de que le
ganáramos un partido apasionante a San Lorenzo.
No se perdió gran cosa, mi papá. Con promesas y sin títulos,
los últimos tiempos los deambulamos en canchas prestadas hasta que el nuevo
Libertadores de América vuelve a cobijarnos, con pasado de gloria y con todo
aquello que cada hincha lleva adentro, en el corazón bien rojo.
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