Malvinas y España '82
Yo tenía apenas 10 años y mucho conocimiento de fútbol. Iba a la
cancha a ver a Independiente con mi papá desde mis 6, pero a mediados de
1982 lo que más me interesaba era el Mundial que se jugaba en España.
La promoción más linda de ese torneo la hacía Coca Cola, que repartía un
mapa enorme en el que se veían cómo estaban ubicadas cada una de las
ciudades que serían sede del campeonato. Así conocí que existían Madrid,
Barcelona y Alicante, entre otras que me sabía de memoria.
Esos pósters gigantes se conseguían en el almacén o el kiosco del barrio. Había que colocar en cada una de las sedes las tapitas de las botellas. En esos tiempos no era tan común como ahora la Coca Cola, porque sólo se compraban gaseosas en ocasiones especiales. Pero así y todo yo había conseguido completar el mapa.
Aquel póster, que luego guardaría como una reliquia de mi infancia, estaba pegado en una de las paredes de mi habitación. Era enorme y me gustaba llegar del colegio y antes del almuerzo admirarlo mientras imaginaba goles argentinos. Me sabía de memoria cuándo y dónde jugaría el seleccionado de Menotti, que venía de ser campeón del mundo en el país. La base del equipo era la misma, aunque para España pintaba mucho mejor porque lo tenía a Maradona. Además, estaba Fillol, que para mi era el mejor arquero; y encima jugaba Kempes, que la había descosido cuatro años antes y seguía gritando goles en las figuritas del Mundial ´78 con su melena al viento y cabizbajos holandeses de fondo.
Aquel no era un año más. Jugábamos el Mundial pero combatíamos en el Sur. Un primo lejano estaba en Malvinas y no se sabía si estaba vivo. Rondaba la incertidumbre y apabullaban los informes televisivos en los que decían que ganábamos la guerra que perdíamos. Mi mamá me había ayudado a escribirle una carta a ese primo que nunca veía pero por el que ahora sufría. Jamás respondió aquella carta. El 2 de abril, antes de ir a la escuela, en casa me habían contado que soldados argentinos desembarcaron en Malvinas y después la profesora de música nos enseñó una canción que, supimos luego, en el aula, era el himno de aquellas islas desconocidas para mí y mis compañeros.
Tras el desembarco, con mis amigos del barrio hablábamos en la vereda de aquella guerra. Uno había contado que escuchó en su casa que si la cosa iba mal en Malvinas, iban a ir a pelear nuestros padres, porque eran mayores de edad. También especulábamos con qué haríamos si los ingleses invadían directamente el país. El sólo hecho de pensar que mi viejo podía ir a una guerra me daba un miedo tremendo. Pero el Mundial llegaba y ese era otro tema que nos importaba.
Después vinieron 48 horas amargas. El 13 de junio vi, junto a mi viejo, cómo Fillol dudaba ante Erwin Vandenbergh y Bélgica nos ganaba 1 a 0 en el primer partido. No podía creer que aquel equipo invencible empezara perdiendo el Mundial. Los pibes salimos a la calle para compartir aquella tristeza. Un día más tarde la cosa se pondría peor cuando se supo que Argentina se rendía en Malvinas. Habíamos perdido la guerra y el gobierno militar y asesino acentuaba su decadencia. Eso era lo mejor que podía pasarnos, pero a los diez años uno no tenía idea de cómo venía el asunto.
Luego Argentina se reivindicó y le ganó a Hungría 4 a 3 y a El Salvador 2 a 0. Terminó segunda en su zona, con 4 puntos, a uno de Bélgica. Esa ubicación fue una sentencia de muerte porque en la próxima ronda había que enfrentar a Italia y a Brasil y el equipo no era ni por asomo el de cuatro años antes.
Los días previos a aquellos dos partidos los ví entre canastos y desorden porque mis padres habían vendido la casa de mi infancia. Nos mudábamos a una alquilada en Liniers, que era más grande. Pero me dolía irme del barrio de siempre y alejarme de mis amigos de toda la vida.
También entre canastos, porque ahora había que desembalar, vimos en el nuevo televisor color cómo Italia nos pasaba por arriba con un 2 a 1 y luego Brasil, con un 3 a 1. Quedábamos afuera del Mundial con dos derrotas, a 4 puntos de los italianos y a 2 de los brasileños. Yo no me olvidaría más del primer gol de Zico ni del tercero de Junior. El segundo, de Serginho, no lo recuerdo. Lo que sí me acuerdo es que Ramón Díaz hacía un gol que no servía de mucho, cuando el partido terminaba y el equipo naufragaba en la impotencia. Ya ni la ilusión de Maradona teníamos: había sido expulsado a poco del final después de haber pasado sin ton ni son por el torneo. Me quedé triste mirando la derrota mientras papá insultaba por la eliminación. Ese sería el torneo de Italia, que le ganaría la final a Alemania 3 a 1. Paolo Rossi había sido el gran jugador del campeonato pero a mí me llamaba la atención que su arquero, Dino Zoff, tenía 40 años y se había atajado hasta lo que no atajó Fillol.
Ese invierno lo empecé en otra casa y sin los amigos de siempre. No había chicos de mi edad en aquellas cuadras de Liniers. Algo se había quebrado en mis pocos años. Mi primo había regresado de Malvinas, ileso y callado. La carta que le mandé jamás le llegó. Mis padres nos regalaron a mi hermana y a mí un perro de la calle. También ahí tuve habitación propia para pegar pósters, pero el del Mundial de España ya no tenía razón de ser. Empecé a juntarme más con mis compañeros del colegio, que en algún punto reemplazaron a la barra de la cuadra, en Mataderos, aunque no sería lo mismo. Mamá abrió un negocio en el centro y nos empezó a cuidar mi tía, la madre de mi primo, el de la guerra. Aprendí así que todo tiene un ciclo. Que nada es para siempre. Y Bilardo agarró la Selección.
Esos pósters gigantes se conseguían en el almacén o el kiosco del barrio. Había que colocar en cada una de las sedes las tapitas de las botellas. En esos tiempos no era tan común como ahora la Coca Cola, porque sólo se compraban gaseosas en ocasiones especiales. Pero así y todo yo había conseguido completar el mapa.
Aquel póster, que luego guardaría como una reliquia de mi infancia, estaba pegado en una de las paredes de mi habitación. Era enorme y me gustaba llegar del colegio y antes del almuerzo admirarlo mientras imaginaba goles argentinos. Me sabía de memoria cuándo y dónde jugaría el seleccionado de Menotti, que venía de ser campeón del mundo en el país. La base del equipo era la misma, aunque para España pintaba mucho mejor porque lo tenía a Maradona. Además, estaba Fillol, que para mi era el mejor arquero; y encima jugaba Kempes, que la había descosido cuatro años antes y seguía gritando goles en las figuritas del Mundial ´78 con su melena al viento y cabizbajos holandeses de fondo.
Aquel no era un año más. Jugábamos el Mundial pero combatíamos en el Sur. Un primo lejano estaba en Malvinas y no se sabía si estaba vivo. Rondaba la incertidumbre y apabullaban los informes televisivos en los que decían que ganábamos la guerra que perdíamos. Mi mamá me había ayudado a escribirle una carta a ese primo que nunca veía pero por el que ahora sufría. Jamás respondió aquella carta. El 2 de abril, antes de ir a la escuela, en casa me habían contado que soldados argentinos desembarcaron en Malvinas y después la profesora de música nos enseñó una canción que, supimos luego, en el aula, era el himno de aquellas islas desconocidas para mí y mis compañeros.
Tras el desembarco, con mis amigos del barrio hablábamos en la vereda de aquella guerra. Uno había contado que escuchó en su casa que si la cosa iba mal en Malvinas, iban a ir a pelear nuestros padres, porque eran mayores de edad. También especulábamos con qué haríamos si los ingleses invadían directamente el país. El sólo hecho de pensar que mi viejo podía ir a una guerra me daba un miedo tremendo. Pero el Mundial llegaba y ese era otro tema que nos importaba.
Después vinieron 48 horas amargas. El 13 de junio vi, junto a mi viejo, cómo Fillol dudaba ante Erwin Vandenbergh y Bélgica nos ganaba 1 a 0 en el primer partido. No podía creer que aquel equipo invencible empezara perdiendo el Mundial. Los pibes salimos a la calle para compartir aquella tristeza. Un día más tarde la cosa se pondría peor cuando se supo que Argentina se rendía en Malvinas. Habíamos perdido la guerra y el gobierno militar y asesino acentuaba su decadencia. Eso era lo mejor que podía pasarnos, pero a los diez años uno no tenía idea de cómo venía el asunto.
Luego Argentina se reivindicó y le ganó a Hungría 4 a 3 y a El Salvador 2 a 0. Terminó segunda en su zona, con 4 puntos, a uno de Bélgica. Esa ubicación fue una sentencia de muerte porque en la próxima ronda había que enfrentar a Italia y a Brasil y el equipo no era ni por asomo el de cuatro años antes.
Los días previos a aquellos dos partidos los ví entre canastos y desorden porque mis padres habían vendido la casa de mi infancia. Nos mudábamos a una alquilada en Liniers, que era más grande. Pero me dolía irme del barrio de siempre y alejarme de mis amigos de toda la vida.
También entre canastos, porque ahora había que desembalar, vimos en el nuevo televisor color cómo Italia nos pasaba por arriba con un 2 a 1 y luego Brasil, con un 3 a 1. Quedábamos afuera del Mundial con dos derrotas, a 4 puntos de los italianos y a 2 de los brasileños. Yo no me olvidaría más del primer gol de Zico ni del tercero de Junior. El segundo, de Serginho, no lo recuerdo. Lo que sí me acuerdo es que Ramón Díaz hacía un gol que no servía de mucho, cuando el partido terminaba y el equipo naufragaba en la impotencia. Ya ni la ilusión de Maradona teníamos: había sido expulsado a poco del final después de haber pasado sin ton ni son por el torneo. Me quedé triste mirando la derrota mientras papá insultaba por la eliminación. Ese sería el torneo de Italia, que le ganaría la final a Alemania 3 a 1. Paolo Rossi había sido el gran jugador del campeonato pero a mí me llamaba la atención que su arquero, Dino Zoff, tenía 40 años y se había atajado hasta lo que no atajó Fillol.
Ese invierno lo empecé en otra casa y sin los amigos de siempre. No había chicos de mi edad en aquellas cuadras de Liniers. Algo se había quebrado en mis pocos años. Mi primo había regresado de Malvinas, ileso y callado. La carta que le mandé jamás le llegó. Mis padres nos regalaron a mi hermana y a mí un perro de la calle. También ahí tuve habitación propia para pegar pósters, pero el del Mundial de España ya no tenía razón de ser. Empecé a juntarme más con mis compañeros del colegio, que en algún punto reemplazaron a la barra de la cuadra, en Mataderos, aunque no sería lo mismo. Mamá abrió un negocio en el centro y nos empezó a cuidar mi tía, la madre de mi primo, el de la guerra. Aprendí así que todo tiene un ciclo. Que nada es para siempre. Y Bilardo agarró la Selección.
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