LA LEY DE LA PATERNIDAD
(Por Alejandro Duchini. En Twitter,
@aleduchini). Esta nota la escribí para el diario La Gaceta, de Tucumán, con
motivo del Día del Padre. Se hizo un suplemento especial. La nota original se
encuentra ACÁ.
A principios de los 90 creí haber encontrado el
mejor libro sobre padres e hijos: se llama La invención de la soledad y su
autor es Paul Auster. Allí estaba todo, porque Auster habla de su posición como
hijo primero y como padre después. La forma en que describe a su papá es
maravillosa. Aunque empieza con la muerte, esas páginas están llenas de vida.
Ese "fue. Nunca volverá a ser. Recuérdalo" encierra demasiado. Tanto
como su comienzo: "Un día hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente
salud, ni siquiera viejo, sin ninguna enfermedad previa. Todo es como era, como
será siempre. Pasa un día y otro, ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con
la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la
muerte". Pero resulta que tras haber leído más novelas y cuentos sobre
padres me encontré con La
Carretera, de Cormac Mccarthy, y ya nada fue igual en esa
temática. Y resulta más: cuando llegué al final me encontré llorando. Llorando
literalmente, quebrado en el alma. Hay muy pocos libros que pueden provocar
esas cosas. Este es uno de ellos. La historia transcurre siempre en la ruta,
después de una hecatombe mundial que el autor no describe y que tampoco vale la
pena hacerlo. Un hombre y su hijo caminan hacia la nada, esquivando al hambre y
a los hombres que se volvieron caníbales. Esquivando al invierno y a la muerte,
acompañados siempre por la tristeza. Con apenas un carrito de supermercado con
pocos víveres, el protagonista irá protegiendo a su hijo con un amor que sólo
un padre puede dar. Hasta que llega el final. Entonces, prepárense.
No me refiero a clásicos literarios sobre
padres e hijos sino a libros editados en los últimos tiempos. Muchos de ellos
los elegí al azar. Así llegué a Carreteras secundarias, de Ignacio Martínez de
Pisón. El protagonista habla de su padre, un tipo que no puede consigo mismo,
que carga más derrotas que otra cosa pero que no olvida a su hijo. Viudo, va
cambiando de empleos, buscando sobrevivir en medio de la pobreza, encontrando
alguna pareja sin futuro, mientras el chico pelea contra la rebeldía que le
sale y su intento por sacar a su padre de cada lío en que se mete. "Me
senté a su lado. Mi padre me cubrió las piernas con una manta de cuadros
escoceses y arrancó. Luego estuvo unos minutos manipulando la radio y encontró
una emisora en la que sonaban las canciones de My Fair Lady y Los paraguas de
Cherburgo. Nos pasamos más de una hora tarareándolas, porque en aquella época a
mí todavía no me disgustaba la música de películas, y recuerdo que me sentía
feliz así, envuelto en aquella manta al lado de mi padre, siguiendo con la
mirada las rayas blancas de la carretera, canturreando". El final es
buenísimo. No como el de Mccarthy, pero deja sensaciones profundas. Eso es, al fin
de cuentas, lo que se busca en una historia.
Lazo complejo
En el último año me encontré con tres libros
que me llegaron de casualidad. Uno es Tiempo de vida, de Marcos Giralt
Torrente. Parece un espejo: muchos nos sentiremos reflejados en esas páginas en
las que el autor cuenta todo sobre su padre, hasta que llega el tiempo de la
muerte. Una frase inolvidable: "Su pena, en todo caso, fue no haberle
podido decir nunca lo que todos los padres quieren oír alguna vez en boca de
sus hijos: que los errores no cuentan, que las intenciones eran buenas y que
simplemente les sorprendió el tiempo".
Otro es el breve relato Paternidad, de Andrés
Barba, en Ha dejado de llover, donde un hombre separado da cuenta de sus miedos
como padre ante un hijo pequeño con el que no sabe cómo relacionarse. En medio,
su ex esposa se la irá haciendo más difícil cada vez.
La muerte del padre, de Karl Ove Knausgard, es
un desgarrador testimonio de alguien que no puede por sí mismo enfrentar el
fallecimiento de un progenitor con el que nunca se ha llevado del todo bien.
"Y la muerte, que yo siempre había considerado la magnitud más importante
de la vida, oscura, atrayente, no era más que una tubería que revienta, una
rama que se rompe con el viento, una chaqueta que cae de la percha al
suelo".
Podría rescatar muchísimas frases de Ojalá
octubre, del español Juan Cruz Ruíz. Pero no hay espacio para todas, así que
escojo algunas: "Porque los padres y los hijos experimentan a lo largo de
los años sensaciones paralelas, la vida los va haciendo iguales",
"cuando pasan los años uno siente que se va pareciendo a los silencios de
sus padres" y "fue mucho más tarde cuando yo entendí ese modo de
presentarme. 'Mi hijo'. Quería decir que estaba contento de tenerme a su lado;
su hijo, estaba orgulloso. Él estaba orgulloso. Pero eso nunca lo iba a decir
con palabras. Él no iba a decir: 'Estoy orgulloso de tener este hijo'".
No quisiera dejar pasar a los padres de Los
anillos de la memoria, de George Simenon; ni de La última noche enTwisted River
y El mundo según Garp, ambos de John Irving; ni Vida de mi padre, de Raymond
Carver. Hay muchos, cientos. Me resumo a una lista, apenas. Una lista que
termino con algunos autores argentinos que elijo de mi biblioteca.
No puedo dejar de lado al que magistralmente
describe en cada una de sus novelas o relatos el genial Osvaldo Soriano (foto).
Pero ninguno como el de La hora sin sombra, libro al que vuelvo cada dos por
tres. "Era él quien había venido a mí y me traía la llave que necesitaba
para llegar al final. Por eso no lo encontré en Mar del Plata ni entre los
escombros de la ciudad de cristal. Advertí que mi padre nunca había estado tan
cerca de mí como en los momentos en que lo creía perdido. Era ahora, al
encontrarlo, que se alejaba para siempre, que debía aprender a vivir sin
él", se lee sobre un final tan emotivo como formidable. Tal vez tanto como
Nadar de noche, el cuento de Juan Forn: "Y cuando abrió la puerta se
encontró con su padre parado delante de él. No lo veía desde que había muerto.
Y, en ese momento, supo incongruentemente que ya se había hecho a la idea de no
verlo nunca más".
Duro, desgarrador. Si algo me gusta de cada
libro de Pablo Ramos es que deja todo (pero todo) en cada frase. Las respira. Y
lo hace como nunca en el genial La ley de la ferocidad, donde cuenta cómo pasa
las horas en que velan a su padre. "Yo, que era un pibe lleno de luz, que
era capaz de medir la luz en el rostro de los demás y hacer brillar a los que
habían decidido apagarse con sólo hablar, con sólo tenderles una mano. Yo fui
un adolescente lleno de vida. Desbordado de vida. ¿Cuándo y cómo me amargué
tanto? Más allá de lo que haya pasado. No debí haberme amargado tanto. Tengo
muchos cadáveres en el estómago todavía. Y ahora se suma el de mi padre",
suelta.
Esto es apenas una parte de ese mundo entre
padres e hijos que forman y unen las palabras, las páginas, los libros. La
tinta la pone cada uno. A su manera. Como puede.
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