“SI ES POR MI, DUERMO CON MI MUJER DE UN LADO Y LA PELOTA DEL OTRO”
Esta nota fue publicada en la edición de agosto
de la revista El Gráfico. Estuvo bueno reencontrar al jugador dirigiendo una
escuelita y compartir unas cuantas horas con él y sus alumnos. Gran experiencia
en el Bajo Flores.
Antonio Barijho, ex figura de Boca y Huracán,
entre otros, hoy da clases de fútbol en un club de la zona del Bajo Flores.
Dice que enseñar a chicos de bajos recursos lo acerca a sus orígenes en la
villa y lo hace feliz. Y cuenta por qué su familia y este deporte son el
principal bastión de su vida.
“Muchas veces lo único que comía para ir a
practicar era un sandwich de salame y queso; así y todo llegué a Primera. En el
fútbol no hay nada lógico. Llega el que tiene veinte mil quilombos en la
cabeza, el que tiene padre y madre, el que no los tiene, el que come mal y el
que come bien. Jugué hasta los 32 años, y si no me lesionaba seguía hasta los
40. Tuve la escuela de la agresividad, de la perseverancia, de no bajar los
brazos. Hoy disfruto, estoy más tranquilo”. Antonio Barijho, multicampeón con
Boca y también ex jugador de Huracán y Banfield, entre otros, recuerda su
pasado y disfruta su presente. Tiene a su cargo la escuela de fútbol del Club
Peñarol Argentino, en el Bajo Flores, cerca de donde vive con su familia. Son
cincuenta chicos de 6 a
13 años. Muchos de los padres de esos pibes gritaron sus goles hasta ayer
nomás. Sus alumnos saben, a pesar de sus cortas edades, qué hizo en el fútbol
ese profesor que los mira, los alienta y detiene las prácticas para dar un
consejo o decirles que “no, que no le peguen así a la pelota, sino de esta
forma, ¿ven? porque es mejor, porque si le pegás como te digo pasa esto,
¿entendés?”. Y los chicos lo miran y enseguida le pegan así, como les mostró
que hay que pegarle.
Fundado en 1936, el Club Peñarol Argentino está
en la calle Zañartú al 1500.
A pocas cuadras se encuentra la Villa 1.11.14, una de las
más pobladas de la Capital Federal.
Los alumnos son de esa zona. Todos de pocos recursos. “A este barrio, al Illia
y a la 21 los conozco porque son los de mi infancia. Yo nací en la 21 y mis
amigos eran de ahí. Todavía tengo los mismos amigos. También tengo amigos de
acá. Nunca me la creí. Yo camino por estas calles y me encuentro con un montón
de pibes que conozco de toda la vida. Pompeya, Parque Patricios”, rememora
Barijho, remarcando ese origen que lo hace sentirse fiel a sí mismo y a los que
quiere. El Chipi nació el 18 de marzo
de 1977 en la Zavaleta,
en Barracas. Hizo las inferiores en Huracán y debutó en Primera a sus 16, en
1994. En el 98 pasó a Boca. Ya era reconocido por si instinto ofensivo. Formó
parte del gran ciclo de Carlos Bianchi. Integró los equipos ganadores de la Copa Libertadores
de 2000 y 2001, la
Intercontinental 2000, los Apertura 98, 2000 y 2003 y el Clausura
99. Hizo 45 goles. En 2003 celebró la Súper
Liga de Suiza con el Grasshopper. También jugó en el Saturn
ruso (2004), Banfield (2005 y 2006), Barcelona, de Ecuador (2005), e Independiente
(2006), donde tuvo un paso efímero. Volvió a su Huracán de 2007 a 2008 y se retiró un
año después en Deportivo Merlo.
Pero ya en 2007 colaboraba con este Peñarol
Argentino, donde jugaban sus hijos. Llevaba sándwiches y entregaba la ropa para
los partidos. Así preparó el desembarco. “Estábamos buscando una casa para
vivir por acá. Quería que mis chicos hagan deporte, pero tranquilo, para que la
pasen bien. Ahora busco lo mismo con estos pibes. La familia quedó muy metida
con esto”, cuenta. Su esposa, Paola, y otros familiares lo ayudaron en el
emprendimiento. “Que lo hago gratis, porque acá no gano un peso. Pierdo en lo
económico pero gano en lo otro. Lo único que me llevo es sentirme bien. Y ojalá
que esto me sirva para que me llamen a dirigir en otro club. Banfield, Huracán,
podrían ser. Con ellos tengo buena relación”, se esperanza. “¿Hoy? Hoy vivo de
negocios. Nada que ver con el fútbol”, le responde a El Gráfico.
DE TROILO A BARIJHO
Matías y Axel, sus hijos de 15 años, ahora
juegan en El Globo. Jonathan, de 13, dejará Peñarol a fin de año y es posible
que siga los pasos de sus hermanos. Sasha, su nena de 8, practica hóckey en la
misma entidad de Parque Patricios. “Boca y Huracán les tiran por igual, se
encariñaron con los dos. No hay diferencias. No podemos separar el sentimiento”,
describe.
La llegada de Barijho como entrenador engrandeció
a un club que ya estaba arraigado en el sentimiento barrial. “Imagináte que acá
venían a cantar Aníbal Troilo y Hugo del Carril en los tiempos de bailes de
carnaval”, le dice a esta revista Mariana Cecati, presidenta de Peñarol desde
fines de 2012. Era en los tiempos en que los bailes populares se consideraban
moneda corriente. Ella divide parte de sus días entre el sector administrativo y
el buffet. Cerca de 300 son los asociados que practican diversas actividades.
Patín artístico, artes marciales, reggeatón, yoga y vóley son algunas. Frente a
la administración, unas cuantas máquinas conforman el salón de aparatos donde
adolescentes realizan ejercicios de fuerza. Acá también llegan chicos de la
zona del Parque Chacabuco. “Y a veces de otros barrios cercanos. Pero en el
fútbol tiene mucho que ver la llegada de Antonio Barijho. A los chicos que
juegan a la pelota con él se los ve contentos”, comenta. “También se nota el
entusiasmo de los padres. Está bueno ver cómo los chicos siguen a Antonio. Con
admiración lo siguen”, agrega.
Parado a un costado de la cancha, El Chipi no cesa de dar indicaciones.
Minutos antes le había dicho a El
Gráfico que su lema es no gritarles sino indicarles. Y explicaba por qué: “La
verdad es que esto me encanta. Lo hago con amor. Con pasión. Con
responsabilidad. Aprendo mucho. Y es también una formar de volver a mis raíces.
Uso mi nombre, mi fama y lo que logré para tener a un chico contento,
enseñándole cosas deportivas y humanas. Ellos ven en mí a una persona
responsable, honesta, con educación, que los acompaña. Ven que alguien que
logró cosas importantes en lo deportivo está a su lado, en un lugar en el que
muy pocos profesionales se animan a estar”. Pide un momento y enfila hacia la
cancha donde unos pibes pelean a los gritos por la pelota. Con su poco más de
metro ochenta de altura y un físico robusto, parece meter miedo. Pero los
chicos, por el contrario, no sienten eso sino respeto. Cuando lo ven cerca
paran la discusión y dejan el asunto en sus manos.
Diego Arroyo tiene 10 años (categoría 2003) y
poca altura. “A mí lo que más me gusta es jugar y que el profe me diga que
juego bien”, dice mientras descansa y sus compañeros siguen en el partido. De
38 años, Ariel, su papá, quien lo acompaña desde que empezó, cuenta: “Lo traigo
porque acá arrancaron mis otros hijos, que eran de la 98, 99 y 2000. Ya dejaron. Pero soy del barrio
y este club es un sentimiento”. Ariel es de Boca y se ríe al recordar cómo
gritaba los goles de El Chipi. Ahora
no le entra la alegría ante el hecho de que ese jugador sea el profesor de su
hijo. Y define: “Se nota que El Chipi
se siente cómodo acá. A mí me gusta cómo les habla a los pibes. Si te fijás, el
sentimiento que hay de parte de todos es tremendo. Eso me gusta. Veo a los
chicos muy enganchados. A ellos les encanta hablar con su ídolo. Y él les habla
como un papá. Estamos re agradecidos”. Enseguida continúa: “A los chicos se les
inculca el respeto, que no se falten el respeto entre los compañeros. Después,
en casa, mi hijo ve los videos de El
Chipi. Se los hago ver yo. Se los pongo y le digo que mire cómo jugaba su
profe. Todos los chicos aprenden acá. Muchas cosas aprenden. Valores, cómo
pegarle a la pelota. Un montón de cosas. Y lo más bueno de todo es que hay
muchos pibes que la rompen en los partidos”.
AMISTAD, FÚTBOL Y
REBELDÍAS
De vuelta, El
Chipi saca un tremendo celular, de esos bien modernos, grandes, y mira un
par de cosas. En silencio, concentradísimo. Hasta que deja de hacerlo y suelta:
“Cuando uno pasa mucho tiempo en el profesionalismo se acostumbra a que le
sirvan todo. Acá no, acá hay que laburar, poner la cara, limpiar, inflar las
pelotas si hace falta, ir a buscar cosas, estar en los detalles. Esto es como
volver a la normalidad. A mi me hace muy bien. Me gusta ser humilde, me hace
feliz ayudar a los pibes. Soy especial en muchas cosas. No pienso tanto como un
profesional, con ese estrellato de los jugadores que por ganar se piensan que
tienen que estar siempre en esa”.
Una vez guardado su teléfono en el bolsillo de
la misma campera que usa para entrenar y dirigir los partidos, agrega: “Si
sentís a los pibes, te sacan una lágrima. Tenés que abrirte y dejarte emocionar,
porque el baby es emocionante si lo sabés manejar. Los clubes tienen que mandar
un mensaje, decir a dónde se quiere ir. Pasa que hay dos tipos de baby: uno es
muy competitivo, en el que se maneja plata y están metidos los clubes de Primera;
y otro el de los de barrio, con pibes a los que se trata de mejorar, sumarles
cualidades. Eso somos nosotros. Hay clubes importantes que les sacan jugadores
a otros, porque les pagan más o les ofrecen otras cosas. Zapatillas, por
ejemplo. Nosotros ofrecemos cariño. La ventaja que tengo es que vengo del mismo
palo que ellos, con una infancia dura, de la que aprendí muchísimo”. Y
ejemplifica: “Hay padres o madres que vienen de una separación y transmiten su
bronca a los chicos. Eso pasa en todos los clubes. Y a los chicos hay que
apoyarlos. Es muy importante. Hay mucho de psicología en esto. Yo vengo con la
cabeza limpia, sé los nombres de cada uno de los pibes. Trato de darles
educación, inculcarles que estudien. Que sean mejores personas, que entiendan
que se pueden lograr resultados positivos siendo buena gente. No tuve una
educación normal. Mi rebeldía se veía en los partidos”. ¿A qué educación te
referís? ¿A la de tu casa o a la de tus técnicos?, le preguntamos. No tarda en
contestar: “A las dos. Es una combinación de cosas. Algunos tienen el camino
más rápido, otros el más lento o el más duro. Todos tenemos un destino
predeterminado. Hay que luchar por llegar a los logros que queremos”. Y regresa
al medio de la cancha para dar más indicaciones.
“El Chipi
les enseña fútbol y amistad, a valorar a los compañeros. Le hace muy bien a mi
hijo venir. Le gusta mucho”, explica Cinthia Martínez, la mamá de Bruno Gómez,
un mediocampista de 10 años que juega en este club desde los 4 y que se esconde
detrás de ella mientras habla. Tanta timidez tiene. Lo suyo es el silencio,
algo que no ha heredado de su mamá. “¿Yo? ¡Nada que ver! Grito en los partidos,
sufro; sobre todo en los que juega mi hijo. A veces me mandan a callar, pero no
puedo dejar de gritar”, se describe mientras se ríe. A ella también el fútbol
se le hace pasión.
Como a El
Chipi. “Me encanta el fútbol. Si es por mí duermo con mi mujer de un lado y
la pelota del otro. Juego desde que nací. Cada partido es una final, con amigos
o donde sea. Mi descarga emocional me llevó a que el fútbol fuese lo más lindo
de mi vida. Por suerte me fue bien, fui campeón de todo, hice goles
importantes, integré equipos campeones, estuve en buenos clubes, dejé lindos
recuerdos. Lo único que me quedó como dolor es no haber podido jugar hasta los
40. Pero no me reprocho nada. Creo en eso de lo pasado, pisado. También tuve
problemas, me agarré a piñas, salí en la tapa de los diarios por eso. Pero no
tengo nada que esconder. Soy así. Tengo defectos y virtudes. ¿Quién no los
tiene? Nadie es perfecto”. Y arremete: “Profesional al cien por ciento no fui.
Me quedé en Banfield por el cariño de la gente, fui a Huracán por el cariño de
la gente. Con Boca estoy súper agradecido. A los de Independiente les pediría
disculpas porque fue una desgracia lo que me pasó. Me lesioné y no pude jugar
como quería. Una lesión en un hueso del dedo gordo. Se hizo crónica. Fue el
único con el que pude haber quedado en deuda. Si de cuatro en tres estuve bien,
es positivo. En Europa me fue bien porque viajé con mi familia: salí campeón,
hice goles. En Rusia estuve solo y extrañé. Me perjudicó la soledad”.
BOCA, RIVER Y EL ROJO
Es el cambio de turno entre una categoría y
otra y cada vez son más los padres que se sientan al costado de la cancha para
ver a sus hijos. Pero las miradas siempre terminan fijadas en Barijho. La fama
tira. “Cuando ven que sos famoso, que ganaste cosas, muchos se te acercan. Pero
siempre supe elegir a la gente buena y a la mala dejarla de lado. Igual, nunca
me sentí un famoso. Me sentía contento porque lograba jugar profesionalmente,
en clubes importantes. Que mis amigos de la villa me tomen como alguien
importante era una alegría enorme para mí. Me sentía gratificado. Muchos
piensan que no podés comer un guiso, que no andás en ojotas, que vas siempre
preparado para la ocasión. ¡Y nada que ver! No sos de cristal. Hago una vida
normal, como cualquiera. Pero siempre está esa cosa, ¿viste?”, dice.
Luego hablará del descenso de River e
Independiente y de lo que genera Boca por mantener la categoría. Dirá: “En la época
en que jugaba en Independiente ya se venía hablando del tema. Si no cambiaba la
mentalidad, el equipo iba a pelear el descenso. Y cuando vieron que se fue River,
se dieron cuenta de que era posible. Hay que cambiar la mentalidad. Las cosas
no son como antes. Hoy los clubes chicos también se quieren quedar en Primera.
Hay mucha televisión y no se puede ocultar la trampa en la cancha. No es que los
partidos se siguen sólo por radio. Me molesta que ahora todos quieren que Boca
se vaya a la B. Pero si Boca
hace bien las cosas, ¿por qué se va a ir? ¿Por capricho de River, Independiente
y otros clubes? ¿Qué culpa tiene Boca si los otros manejaron mal su dinero o no
hicieron buenas incorporaciones? Me siento identificado con Boca, como con Huracán
y Banfield. Siempre voy a defender esos clubes”.
Ya de camino a la calle El Chipi pide: “Poné que el fútbol me cambió la vida, en todo.
Vengo de la pobreza y a los pobres en la Argentina no se les da bola. Mis viejos viven en la Villa 21. Pude formar una
familia. Tengo un nombre, soy respetado. Trato de dar buenos ejemplos.
Económicamente estoy bien. Y a mis hijos les puedo dar de comer todo el mes”.
-¿Tenés algún miedo?
-Nunca se sabe lo que puede pasar en la vida. Hay
jugadores que tuvieron todo y se quedan sin nada. Ojalá que nunca vuelva a
tener dificultades económicas: si no comés te ponés mal, te duele el cuerpo, la
cabeza. Cuando era chico la pasé durísimo. Quiero que mis hijos tengan salud,
que todo pueda seguir así por mucho tiempo. Estoy muy contento y feliz. Todos
buscamos estar felices. Podemos tener problemas como cualquiera, pero acá soy
feliz.
Alejandro Duchini
LAS PERLITAS DEL CHPI
Entre lo que le dejó el fútbol, Antonio Barijho
hace hincapié en su paso por el Boca dirigido por Carlos Bianchi. De aquel
plantel, mantiene vínculos con varios. “Me sigo viendo con Martín (Palermo),
Guillermo (Barros Schelotto) y el Flaco (Rolando Schiavi). A veces nos juntamos
a comer. La pasamos bien. Me quedó una buena relación con todos. Los momentos
de Boca fueron espectaculares, irrepetibles”.
Sin embargo, también se lo recuerda por hechos insólitos.
Uno de ellos fue en 1998, cuando tras cobrar un sueldo en Boca se apareció con
una 4x4. El detalle es que no sabía manejarla y un amigo era quien lo llevaba y
lo traía. Un año después, en un partido jugado en Alicante ante el Barcelona,
en el que Boca se impuso 3 a
2 con un gol suyo, dio la nota al arrebatarle una cadena de oro al defensor
holandés Winston Bogarde. Luego la llevó al banco de suplentes. Hoy, al
recordar ese hecho, apenas deja escapar una sonrisa. En 2003 fue tapa de
diarios tras trompear en pleno entrenamiento a su compañero de equipo Raúl
Estévez. Diego Crossa los separó y el propio Bianchi los levantó en peso en el
vestuario. Más acá en el tiempo, en 2009, decidió volver a jugar como homenaje
a un hermano mayor, víctima del paco. Entonces se incorporó a Deportivo Merlo.
“Pero lo que más me gusta recordar es lo de
Boca. Porque ahí gané todo, salí campeón invicto. Cambiamos el Mundo Boca: era
muy bueno y lo hicimos excelente. Eso no se va a volver a repetir”, piensa
mientras cuenta que su próximo paso es darle forma a su propia ONG. “Amor por los chicos, se va a llamar”, aclara.
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