Walk On The Wild Side
Todavía me pasa: cada vez que
escucho el bajo con el que comienza Walk On The Wild Side me siento como arrodillado
ante una de las canciones más hermosas. No se si el mundo se me detiene, pero
hay cosas que quedan en segundo plano. Otras, dejan de importarme. Lou Reed
habla, canta, recita. Me transporta. Detrás, aparece en el momento justo el
coro que hace aún más linda esa canción y desaparece cuando tiene que
desaparecer. Reed sigue mientras tanto en lo suyo y el bajo se muestra en el
plano justo y necesario. Y el coro vuelve. Todo se complementa de manera
maravillosa. Perfecta. O a mí me lo parece. Luego, el saxo. Reed susurra.
Susurra una historia. Menciona a New York con su marginalidad. Así, en esos
poco más de cuatro minutos que dura ese temazo todo se me vuelve sublime.
Siento, como me pasa sólo con algunas otras canciones, que eso es de lo mejor
que puede uno escuchar. Es entonces que vuelvo a sentir que la buena música es
también un viaje del alma a través de los oídos.
Walk On The Wild Side es de 1972
pero la escuché recién en mi adolescencia, en los 80 largos. La pasaron en un
programa de radio de FM, en tiempos en que mi vida era algo oscura: acababa de
morir mi madre, todavía no la había llorado, mi padre estaba sin un peso y
pagar el alquiler después de habernos dado cuenta que no recuperaríamos la casa
propia se hacía pesado. Por esos años había desaparecido de la calle el viejo
Torino y cuando papá cobró el seguro tenía tanta deuda que también se quedó sin
la posibilidad de comprar otro auto. Vivíamos en Liniers y él se refugiaba de
su tristeza escuchando tangos que lo volvían más triste aún. El único lujo que
todavía podíamos darnos era ir a la cancha a ver a Independiente. Pero los
domingos, cuando volvíamos y después de Todos los goles, papá regresaba a su
tanguería de casettes viejos que lo transportaba a tiempos mejores y de la que un
rato después regresaba golpeado por la realidad de lo que ya no era.
Fue así que al toparme con esa
canción conocí a Lou Reed. En aquellos años no era sencillo escuchar lo que uno
quería cuando le diera la gana. Internet era un sueño futurista y para revivir
un tema que no tenías en el cassette había que rezar para que lo pasen en tu
programa preferido. La otra era llamar a la radio, si conseguías comunicarte
con los nunca seguros teléfonos de ENTEL, y pedir que te lo pasaran. El camino
más efectivo era comprar el disco. Pero no había plata. Y la de Lou Reed no era
justamente una música masiva. Así que tuvo que pasar mucho, mucho tiempo, para
que pudiese meterme más en su mundo. Nunca fui su fan incondicional. Apenas un
tipo que disfrutaba de sus guitarras y de sus canciones casi recitadas. Pero Walk
On The Wild Side se quedó para siempre adentro mío desde aquella tarde en que
la escuché por primera vez. Todavía vuelvo a ella. No para aferrarme al pasado.
Porque para mí esa es una canción sin tiempo. Regreso a ella para disfrutar.
Simplemente eso.
Lou Reed me cayó con gran parte
de su artillería discográfica muchos años después, cuando yo ya era grande, tenía
dos hijos y pensaba que el divorcio era la única alternativa para un matrimonio
que se había vencido mucho antes de que me diera cuenta. ¿Cómo pasan esas
cosas? ¿Cuándo? ¿En qué momento el amor de pareja se transforma en sólo aguante?
Tal vez cuando uno se queda en el baño más tiempo del habitual, cuando deja de
conversar en la mesa; o cuando los chicos son lo único que importa en la casa
mientras tu pareja se acuesta y se duerme y vos te quedás maquinando en la
oscuridad de la cama. A veces se imaginan vidas diferentes. Sin peleas inútiles.
Hasta que aparece la pregunta tan temida de “¿qué hubiese pasado si…?”. Te
preguntás qué habrá sido de la vida de aquella chica que una vez. Pensás si
tenés su número de teléfono. Con suerte, el sueño te atrapa pronto y mañana se
verá. Y mañana lo que se ve es lo mismo. Se vuelve a empezar y ya. Que todo se
repite. La rueda gira en el mismo sentido, siempre. Los miedos empiezan a hacer
cosquillas y uno les escapa hasta que se ve el abismo de la realidad. Un paso
en falso y te caés. La vida está llena de golpes y caídas. Es imposible de
evitarlos. Mirás atrás antes de saltar y ves que todavía tenés algo a lo que
aferrarte: los hijos. El desayuno con ellos. El abrazo diario, su crecimiento. La
casa en la que soñaste aquello que ahora te das cuenta que no pudo ser. También
la falsa esperanza de que a lo mejor las cosas cambien. ¿Pero cuánto hace que
estás esperando que mejoren? Y Sweet Jane, Heroin, Dirty Blvd., Romeo Had Juliette
y Perfect Day, entre otras, empezaron a caer en mi vida. Por esos años también
escuchaba mucho a Bob Dylan y los discos El palacio de las flores, de Calamaro
y Nebbia, y El mundo cabe en una canción, de Fito Páez. Alguna de esa música la
bajaba de la web y otra la conseguí comprando discos: Transformer y New York
fueron dos de ellos. Todo el tiempo escuchaba esas canciones. Eran mi compañía
en aquella ruta de provincia que me separaba de mi trabajo en Buenos Aires
hasta mi casa más allá del norte del conurbano. Así, casi todos los días.
El año 2006 llegaba a su fin.
Soplaban los vientos de la primavera y se anunciaban los del verano. Empezaban
los aires de las fiestas de fin de año y yo no quería tener planes familiares.
Me preguntaba si tendría el valor de empezar de nuevo; de irme de esa casa en
la que me sentía preso. Y temía no poder vivir sin mis hijos.
Ocurrió una noche calurosa en la
que, al costado de la ruta, escuchando música, me di cuenta de que era mejor
una relación de calidad con ellos que otra de cantidad en medio de la guerra de
dos adultos que apenas compartían un lugar. El clima hogareño se había tornado
tenso. Yo estaba en el auto haciendo tiempo y entonces decidí que sí, que me
iba. Que empezaba de nuevo. Que había que caminar de una buena vez por todas
sin pensar en las consecuencias. Sonaba Perfect Day y alrededor todo era noche.
Noche y campo. Una brisa apenas cálida me daba en la cara. Fue uno de los pocos
momentos de libertad que había tenido en ese año pesado. Me sentía triste y sin
ganas de volver a casa. El pecho me pesaba como tantas veces en aquellos
últimos tiempos. Tomé conciencia de que el problema no era nuevo. En todo caso,
recién me daba cuenta de dónde estaba el problema. Enfrentar la incertidumbre
del destino es lo más difícil. Saber que el lugar en el que se vive no es el
lugar de uno, también.
No hubo canciones la tarde en que
mi esposa de entonces no quiso saber nada de hablar. Apenas escuchó cuando le
dije que me iba. Unos segundos después se burló y se fue.
Recuerdo particularmente el 8 de
diciembre de 2006 porque fue la última vez que Independiente jugó en su estadio
de la Doble Visera.
Iban a tirar la cancha para armar una nueva. Con pena y sin gloria, esa vez dejábamos
nuestro lugar histórico. Perdimos 2
a 1 con Gimnasia y Esgrima de Jujuy. Ni el Rojo ni yo
éramos los mismos de otros años de alegrías en que nos veíamos en la cancha.
Hubiese querido ir a ver ese partido. Tal vez para toparme con la melancolía en
el mismo lugar en el que de chico había sido tan feliz. La melancolía a veces
sirve para renovar el aire. Pero ya nada era igual. El futuro, en cambio, nos
ponía la zanahoria. Hay cosas que sólo se saben cuando se mira hacia atrás. Con
el resultado puesto.
Santiago tenía apenas nueve
meses. Esa tarde lo tomé en mis brazos y lo abracé fuerte, como intentando que
no se fuera nunca de mi lado. Yo ni imaginaba que las despedidas podían ser tan
duras. En la radio hablaban del partido. Y los dos nos fuimos durmiendo con los
periodistas de fondo. Él se quedó dormido sobre mi pecho, siempre rodeado del
cuidado de mis brazos. En esos momentos no me importaba Independiente ni
ninguna otra cosa. Fui feliz. A veces creo que era mi hijo quien me abrazaba y
no yo a él. Pocas veces volví a sentir la fuerza de nuestra unión como aquella
vez. La felicidad era ese abrazo de padre e hijo. Tan particular. Tan nuestro.
Tan indescriptible.
Me despertaron los gritos de unos
chicos en la vereda de enfrente. Sobre la calle, pude ver, agonizaba el perro
de mis hijos. Lo acababa de atropellar un auto después de que el cachorro
cruzara la vereda. Llevaba poco tiempo viviendo con nosotros. Despacio, dejé a
Santiago en el sillón y me acerqué hasta Popi. El conductor ya se había
largado. Me dolió verlo así. Respirando apenas. Me hizo mal saber que a ese
final le seguiría la tristeza de mi hija Ludmila. Y tuve miedo.
Lo agarré de la manera más
delicada posible y lo metí en el baúl del auto. Había sangre por todos lados.
En la calle, en mi ropa, en mis manos, en el volante. Manejé hasta una avenida
cercana y me metí en la veterinaria. Pedí que hicieran algo para salvarlo. Se
me caían las lágrimas mientras pensaba en mi hija. Pensé en cuántos otros
golpes le daría la vida y puteé para adentro. Sabía que nadie podría hacer algo
por evitárselos.
El veterinario y su ayudante lo
recostaron en la camilla y apenas lo miraron me dijeron que no se podía hacer
nada. El tipo hizo el gesto del que está acostumbrado a enfrentar la muerte y
transmitirla. Nos miramos. Pocos creen en los milagros en momentos así. Al rato
volvía a casa con Popi en el baúl, envuelto en una manta.
Con sus seis años, Ludmila
esperaba recibir a su mascota. Viva. No le podía entrar la idea de la muerte.
La recuerdo con el flequillo apenas por arriba de sus ojos, la cara bien de
nena, la mirada de asombro de quien recién asoma a la vida, la esperanza
dibujada en su rostro. Bajé del coche y con ganas de llorar y abrazarla le dije
que no había podido ser, que Popi se había ido. Que estaba en el cielo azul y
negro de cada día y cada noche y que desde allá la acompañaría. Siempre.
Todavía me emociono al recordar cuando
con pocas palabras nos dirigimos al jardín del fondo de la casa y le propuse enterrarlo
ahí para que siguiera estando a su lado. Y mientras yo cavaba ella agarró unos papeles
y unos marcadores y, tan en su mundo, le hizo unas banderas que con unos
palitos clavamos sobre la tierra, junto al cuerpo del perro.
Eran unos dibujos de despedida,
pero también de recuerdo. Y quedaron ahí durante varios días, hasta que la
lluvia y el viento se los fue llevando. Unos meses después, en el frío del
invierno en Mar del Plata, fuimos hasta un puente, los dos solos, y arrojamos una
carta al mar que ella le había escrito unas horas antes. No era una despedida.
Los chicos nunca se despiden de nada. Era su manera de decirle que no lo olvidaba;
que siempre viviría en ella. La miramos flotar en el mar un largo rato. Era de
noche, recuerdo. Le dije que esa carta se iría al cielo, desde donde Popi la
acompañaba cada segundo de su vida. A veces es tan necesario creer. Si hay
momentos que uno no olvida jamás, aquel es uno de ellos. Después, el mar la
hizo desaparecer y le dije que ese era el preciso momento en que la carta
llegaba hasta Popi. Que mirara al cielo. Que desde allá, desde lo más alto,
Popi iba a estar siempre acompañándola.
El 31 de diciembre de 2006 me
quedé solo. Mis hijos viajaron con su madre al pueblo de sus abuelos. Esperé el
Año Nuevo leyendo Pantaleón y las visitadoras. No se si por mi estado de ánimo
o por otro motivo, nunca me atrapó esa historia de Mario Vargas Llosa. Unos
pocos meses antes me había sentido a mis anchas leyendo Travesuras de la niña
mala. Pero ese año se iba con todo su peso y yo no podía ni respirar. La casa
grande me quedaba chica. El futuro me aterraba. Las fotos de mis hijos ante la
que iba a ser mi despedida de ese lugar se me clavaban en el medio del alma.
Lloré gran parte de la noche. Dormí poco y nada. Apenas me asomé a la vereda
para escuchar y ver los fuegos artificiales de las doce. Se escuchaba a los
vecinos gritar sus alegrías. Hacía mucho calor. Yo no tenía nada para celebrar.
No hice ni siquiera un brindis simbólico. Mi cabeza era una coctelera.
El 1 de enero a la tarde, poco
antes de que mis hijos volvieran con su madre, metí mi ropa y la computadora en
el baúl del auto. Manejé una hora hasta el departamento en el que viviría un
tiempo. Era mi regreso a Buenos Aires. Hice ese viaje moqueando y en silencio. Hacía
un calor de los mil demonios. No escuché nada de música en todo el camino. No
podía dejar de pensar en las sonrisas de Santiago y Ludmila desde las fotos. En
cuánto los quería y en todo lo que los necesitaba y los necesito y los
necesitaré. Siempre.
Cuando llegué a mi nueva casa, en
medio del oprobio del feriado, sentí una soledad tan dura que aún hoy me es
imposible describir. Y ahora qué, me pregunté. Después Diego, un amigo, vino a
visitarme y nos fuimos a cenar a su casa. Compramos unas pizzas y unas
empanadas pero casi no las probé. Nos quedamos casi todo el tiempo en silencio.
Mi cabeza estaba todavía en el lugar que acababa de dejar. En mis hijos. En el
destino de ellos y el mío. A la noche, su madre me llamó para insultarme. No
era la primera vez que lo hacía. Aún sigo sin saber cuándo será la última. Así
empezaba mi nueva vida. Así comenzaba el año 2007.
Me acordé ahora de esos tiempos
en que me separaba porque aquellos fueron los años en que me la pasaba
escuchando a Lou Reed. Y Lou Reed hoy es noticia porque falleció. La difusión no
fue tan masiva como se merecía. Fue uno de los mejores y más importantes
músicos de las últimas décadas y sin embargo los medios argentinos no le dieron
la trascendencia esperada.
Prefiero suponer que el viejo Lou
Reed lo habría preferido así. Irse en silencio, como susurrando. O murmurando.
Igual que hace, y a la perfección, en Walk On The Wild Side.
Buenos Aires, octubre
2013
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