“GANÉ MUCHO MÁS QUE DOS MILLONES DE DÓLARES”

Boxeador emblemático de los noventa, el Zurdo Julio César Vásquez fue, también, uno de los más importantes de la historia argentina. Mucho se habla de la fortuna que dilapidó. Pero poco de su pelea interior para salir adelante. EL GRÁFICO compartió unas cuantas horas con él para contar cómo se vuelve a empezar.

“¿Qué si es verdad que gané dos millones de dólares en mi carrera? ¡Más! Mucho más que eso gané. El problema fue que hubo un promotor que me pagaba de menos. Arreglaba por su cuenta bolsas de 400.000 dólares y a mi me daba 170.000. Así, muchas veces. Contra Whitaker arregló por 3.000.000 y me dio 500.000”. Lo cuenta Julio César Vásquez, uno de los boxeadores más importantes de la historia Argentina. El mejor, tal vez, de la década del 90, en la que también brillaban nada menos que Juan Martín “Látigo” Coggi y Jorge “Locomotora” Castro. Todos escribieron páginas imborrables. Jamás se los olvidará.
Santafecino, a Vásquez le decían “Zurdo”. Su golpe izquierdo era letal. Gracias a eso fue campeón mundial mediano junior de la AMB entre 1992 y 1996. Primero noqueó al japonés Hitoshi Kamiyama y después fue venciendo a tipos como Javier Castillejo, Aaron Davis, Winky Wright y Tony Marshal. En el ‘95 perdió ante Pernell Whitaker. Ésta pelea, dirá luego, no la olvidará nunca. Ese mismo año venció a Carl Daniels por el título de peso medio ligero AMB. Esa noche venía demasiado mal en los puntos. Pero la ganó con un golpe de nocaut en el undécimo round. Su carrera ya no sería la misma desde el año siguiente, cuando cayó ante Laurent Boudouani. Los tiempos posteriores carecieron de brillo y contundencia y dieron lugar a las derrotas. Que todavía duelen. Atrás quedaban “los amigos del campeón” –como los refiere Vásquez ahora-, las mujeres a montones, los viajes y los invitaciones. Y las inversiones y el dinero. La fortuna se dilapidó. Todavía no sabe bien en qué ni cómo. Pero lo cierto es que se quedó sin ahorros, sin autos y sin casa. Durmió en hoteles baratos. Lo único que le sobraba era tiempo. Tiempo en el que pensaba en los mejores años. Mónica Aguilar, su esposa actual, fue de fierro entonces y lo es ahora, cuando comparten una casa propia en la avenida Independencia y Combate de los Pozos. Ella lo salva de la soledad. Porque si hay algo a lo que teme el “Zurdo” es a estar solo. Sus horas vacías dejaron de serlo cuando el periodista Osvaldo Príncipi, el empresario Roberto Occhipinti y el titular de la Cámara de Diputados, Julián Domínguez, le dieron una mano para que trabaje, desde noviembre pasado, en el depósito de la imprenta del Congreso de la Nación.


EN EL TRABAJO
Es un viernes por la mañana en el enorme galpón de la calle Alsina al 2500. Allí se amontonan máquinas y cajas. Cada día hábil, Vásquez se suma a su grupo de compañeros para realizar diferentes tareas. Trabajar en el depósito del Congreso le cambió la vida. “No tiro manteca al techo, pero no me falta nada”, dice cuando habla de que al fin tiene un sueldo. Pero sobre todo, un trabajo. En ese nuevo ámbito casi no habla del boxeo. “Siempre tuve perfil bajo”, explica mientras cuenta que hace algunos años rechazó una propuesta para participar en el programa “Bailando por un sueño”. “No me gustan las apariciones públicas. Tampoco quise ir en su momento a lo de Susana Giménez o Mirtha Legrand. Fui a la fiesta cuando me entregaron el Olimpia de Oro (1994) y a un par de actos más, pero pará de contar”, comenta.
“Fue un halago para nosotros que se incorpore al grupo. Yo seguía el boxeo cuando era más pibe. En los tiempos de Monzón, Galíndez. Pero, como todo el mundo, también lo conozco a él. Sé lo que hizo. Es un gran compañero. Pero de verdad te lo digo, ¿eh? Es una gran persona. Se nota en el día a día”, lo define Gerardo Fantoni, su jefe, de 59 años. Damián Cerra tiene 31 y cuando se enteró de que el “Zurdo” iba a ser su compañero buscó su historia en la web. Vio sus peleas por YouTube: “Así conocí mejor quién era. A mí me gusta mucho el boxeo. De hecho, lo practiqué. A veces le pido que me enseñe algunas cosas pero no quiere saber nada”, comenta para provocar sonrisas alrededor de la mesa en la que el mate va y viene. Más serio, agrega: “Cuando salimos a la calle a hacer algún trámite, la gente lo para y le dice ‘zurdito querido’. Y él me dice ‘no tengo idea de quién es…’, pero siempre con respeto. Tiene una humildad tremenda. Es uno más laburando. Se integró perfectamente al equipo y es súper colaborador. Si tiene que agarrar una escoba, no se le caen los anillos. En todo sentido es un excelente compañero”. Promediando la veintena, otro de sus compañeros, Javier Méndez, dice: “Es un tipo muy capaz. Cuando hay que hacer bromas, hace bromas. Pero cuando hay que hablar en serio, habla en serio. A mí me impacta el contraste que hay entre la gran trascendencia que tuvo como boxeador y el perfil humilde que muestra. Tiene la humildad de los grandes. No se la cree”.
“Ahora tiene que demostrar si de verdad es buen cocinero. Dice que si. Por eso en estos días se comprometió a cocinar unas bogas. Él asegura que sabe. Veremos…”, suelta Fantoni, su jefe. El “Zurdo” redobla: “¡No sabés lo bien que cocino!”. Y luego: “Hablando en serio, me hace muy bien estar acá. Tengo unos compañeros bárbaros. Y estoy ocupado. Porque antes me la pasaba acostado todo el día en la cama, mirando la tele. ¡Muy al pedo, loco!”.


AQUELLOS AÑOS
Esos tiempos de la cama fueron los que siguieron a febrero de 2008, cuando a sus 41 años cayó a los dos minutos de la pelea con Rubén Acosta, en el Polideportivo de Mar del Plata. Aquella noche se jugaba el título sudamericano de los supermedianos. Un golpe certero puso fin al combate y cerró su magnifica trayectoria. Su rostro resignado es inolvidable.
“Esa pelea fue muy especial porque mi rival era nada menos que el ‘Zurdo’ Vásquez. Era un sueño cumplido pelear con él. Pero al mismo tiempo tenía un poco de miedo porque, aunque ya estaba grande, se trataba del ‘Zurdo’. Pero sabía que si quería tener reconocimiento tenía que enfrentar peleas como esa”, recuerda Acosta desde la ciudad marplatense en diálogo con EL GRÁFICO. Y después agrega: “Había practicado mucho el golpe al hígado. Cuando le pegué y ví que se cayó me quería morir. No festejé el triunfo. Fue la única vez que no festejé. Por respeto a él. Porque esa noche peleaba con una leyenda”.
“Nunca volvimos a hablar. Si hoy me lo cruzara, le diría que acá tiene un amigo, porque más allá de habernos enfrentado fue uno de los más grandes boxeadores que dio el país. Siempre demostró por qué fue uno de los mejores en la historia. No habrá nunca más alguno así. Si lo viera le daría un abrazo. Me quedan tres o cuatro años de carrera y ojalá me toque el 50 por ciento de la varita que ligó él”, señala Acosta, campeón sudamericano que a sus 35 años vive en Mar del Plata.
“A esas últimas peleas podría haber llegado mejor. Pero ya estaba grande y no andaba preparado como en otros tiempos. Uno se pone viejo pronto para el boxeo pero no para la vida”, suelta, con voz apenas audible, el “Zurdo”. Ahora estamos en su casa, un pintoresco ph en cuya cocina nos sentamos a una mesa junto con Mónica.
Es la noche y desde el televisor sin sonido se observa “El patrón del mal”, la serie que cuenta la vida de Pablo Escobar Gaviria y que la pareja no se pierde. Entre risas, Vásquez explica: “El tipo le dice a uno: ‘Andá y regalále un perrito. Cuando se encariñe con el animal, vas y se lo matás, así sufre’. Eso le dice”. Él sabe bien lo que es el amor por un animal. Hasta hace unos meses su mejor compañero era un rottweiler. Se llamaba Rocco y salían juntos a caminar por el barrio cada vez que necesitaba aire. O cuando no podía dormirse. Aún a las 2 de la mañana. O a las 4, cuando su mujer se levantaba y lo encontraba solo, pensativo, tomando unos mates y esperando que las horas pasen. Con la muerte de Rocco, la soledad volvió a golpearlo. Sus cenizas descansan en una cajita de madera de la planta baja de la casa. La muestra cuando la nota llega a su fin y estamos a pocos pasos de la puerta de salida.
A Vásquez, sin embargo, todavía lo mata el tiempo libre. “Antes estaba peor. Porque ahora al menos tengo este trabajo. Igual lo que me gustaría es trabajar en algo vinculado a lo mío. Porque algo de boxeo sé, ¿no? Propuestas tuve a patadas. Montones. Pero nada se concretó. Me hablaban de poner un gimnasio. Incluso fui a Brandsen por un proyecto con Coggi, pero no se dio. Juan es un amigo, un colega. Buena gente”.
Cada tarde, Julio y Mónica van al gimnasio de la otra cuadra. “Todavía se siente boxeador”, dice ella para explicar enseguida que “se pone un montón de ropa, como cuando boxeaba. Y es tremendo lo que transpira. Le digo que se ponga menos ropa pero no hay caso. Se viste igual que cuando entrenaba para dar el peso de la categoría”. “Me pongo tres remeras, chaleco de goma, una campera. Si no transpiro es como que no hice nada. Es una costumbre que me quedó”, agrega Vásquez. “Son dos horas en las que me distraigo. La idea es ir todos los días. ¡No sabés cómo me distrae!”, agrega.
Allí, entre la cinta y las demás máquinas, la gente le pregunta. Los profesores se jactan de su presencia y los asistentes le hablan de su pasado. Todos se sacan fotos con él. Es la celebridad del lugar.
Pero puertas adentro de su casa el ‘Zurdo’ sigue callado. “Yo lo noto siempre melancólico. Lo conozco. No dice nada pero sé en qué piensa”, explica Mónica. Es ahí cuando Vásquez, que hablará poco durante la noche, suelta algunos conceptos de corrido.
“Extraño mucho al boxeo. Desde la mañana. Decir que tengo trabajo. Una vez un viejito, acá, a unas cuadras, me pregunta: ‘Zurdito! ¿Qué vas a hacer cuando te retires?’. Yo hasta entonces pensaba que dejaba de boxear y se terminaba la vida. No iba más allá de mi actividad como boxeador. Y cuando tuve que dejar… bueno, ni te cuento… Por ahí me despierto a las 4 y no se qué hacer. A la tarde voy al gimnasio. Soy muy compañero de Mónica. Estamos muy juntos. Incluso ella me dijo que hable con un psicólogo. ¿Por qué no? Así me dijeron muchos. Quizás me sirva. No lo sé. Ahora lo pienso. Mirá: sé que estoy al borde de los 50. Pero si me dicen de ir a pelear, voy. Es como que no me resigné… Pero hay que darse cuenta de que ya está”.
“Siempre dije que hay que ser bueno pero no buenudo. Y yo fui muy buenudo. Presté mucha guita. Mucha. No quería que nadie me diga nada. Y cuando estaba solo, entrenando para bajar los últimos 100 gramos, me decía ‘después de la pelea no le doy un peso a nadie’. Pero prestaba igual”.
“La pelea más importante fue cuando le gané a Kamiyama y fui campeón del mundo. Y la de Carl Daniels también, porque acababa de perder a mi hermano. Antes de que cierren el cajón le dije que iba a ser campeón del mundo. Y empecé a entrenar. Con mucha culpa entrenaba. Y Daniels me tiró en el tercer round y venía perdiendo, lejos. Pero en el once lo noqueé. Me estaba cagando a piñas. En todos los rounds. Y lo maté. Sentí… no sé si alegría por ser campeón del mundo de vuelta o alivio por cumplir con la promesa”.
“¿Qué decía Bonavena?: ‘La experiencia es un peine que te dan cuando te quedás peleado’. Hoy hay cosas que no haría. Pero si no te equivocás, ¿cómo aprendés?”.
Con una sonrisa que intenta disimular cierta resignación, Mónica vuelve sobre los últimos tiempos del profesionalismo de su marido: “Entonces, cuando él subía al ring, le veía la inseguridad del que sabe que no está preparado de la mejor manera”. Y su esposo la sigue: “Había una época en la que te pegaba y me iba. Pero después ya no. Eso se fue terminando”.
Ella, Mónica, alterna la mirada entre su marido y este cronista. El día está por terminar. En sus ojos se percibe un dejo de melancolía por ese hombre silencioso al que acompaña desde hace 15 años y a quien el boxeo golpea desde el pasado. Él, en cambio, clava la mirada en el centro de la mesa. Un ventilador de techo, tras unos cuantos giros, vuelve a traquetear. Es lo único que se oye.

VÁSQUEZ SEGÚN VÁSQUEZ
A continuación, algunas frases que Julio César Vásquez dijo durante las muchas horas que pasó recordando su vida con EL GRÁFICO.
“Cuando el Luna Park cerró para el boxeo se terminó un mito. Ahí debuté como profesional con (Fabián) Chancalay. Me arreglaron los papeles porque no tenía la edad para ser profesional. Me cambiaron tres o cuatro meses”.
“En mi época de campeón entrenaba tres veces al día. Era una niña: no tomaba gaseosa, por el gas, ni vino. Comía pollito hervido. Y a lo último corría menos. Mónica siempre me decía que me la tenía que creer más. Pero nunca pude ser de esos que entran a un lugar como fanfarrones. Y en el ring tampoco me la creí”.
“Creo en Dios. Pero eso de ir a la Iglesia, nooooo. No voy a la Iglesia ni a misas”.
“Es feo cuando te acostumbrás a tener de todo. Mi infancia fue muy humilde. Muy. Empecé con un Chevrolet 69 y fui subiendo y cuando choqué el Toyota Célica me sentí un boludo. Me comí una columna. No pasó nada. Pero se rompió todo. 35 lucas para arreglarla. Y no la iba a arreglar. Después tuve que andar a pata… ”.
“Soy empleado gráfico, pero en sentimiento, boxeador. Es como que no me retiré. Todavía no soy un ex boxeador. Me gusta hacer guantes. Extraño. Entiendo que hay que dar un paso al costado, que ya está, pero voy a seguir siendo siempre un boxeador”.
¿Amigos? Mis padres. Los dos. A mi viejo, Ismael, lo extraño mucho. Murió en vísperas de un día del padre. Y mi mamá, Hilda Lucrecia, ya está grande y vive en Santa Fe. Y también ahí está mi hijo, Julito Jr., a quien quiero mucho (se calla y se emociona). Tuve muchos ‘amigos del campeón’, pero no son amigos. Son del momento: una copa. ¿Sabés cómo conozco de eso? En cambio, Juan Coggi es amigo. Colega y amigo y buena gente”.
“En mi época de campeón, después de una defensa, me invitaban una semana a Costa Azul, pero yo me quería ir a Santa fe. Hoy digo ‘¿por qué no fui?’”.
“La mayor tristeza la tuve cuando murió mi viejo. Y cuando perdí con Whitaker, en el 94. ¿Sabés cómo lloré esa vez? Y después, como a todos, me pasaron cosas buenas y malas en la vida”.

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