PELADOS


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Sarcástico, hace unos días, mi amigo y fotógrafo Nicolás Borojovich me lanzó una pregunta: “¿Qué está pasando ahí?”. Lo miré con asombro mientras levantaba algo que se me había caído al piso y él mismo respondió: “Te estás quedando pelado”, dijo, sonriente como un chico de escuela primaria, al señalar la parte superior de mi cabeza. Instintivamente llevé mi mano derecha hacia ahí, y aunque en apariencia todo seguía igual, hubo una sola cosa que sentí diferente: el paso del tiempo.

Cuando yo era un adolescente –hace ya muchos, muchos años- tenía el trauma de la pelada que se anunciaba pero no llegaba. Era como un fantasma que me acechaba día y noche; y no hay nada que provoque más miedo que aquello feo que sabemos que tarde o temprano va a llegar, pero que no se sabe cuándo. La incertidumbre, el misterio, hacen que el temor sea más grande. Eso era la pelada para mí. Lo mismo que sería luego, en 2013, el fantasma del descenso de Independiente. O la mina que ni me iba a mirar porque me delataban las entradas. Porque en aquellos fines de los 80 había que tener huevos para sobrellevar la falta de pelo. Y más en la adolescencia. No acababa de dejar atrás los granitos que me habían poblado la cara que ya me amenazaba la pelada.

Para peor, al mirar alrededor, todo indicaba que mi destino estaba marcado; que era ése y sólo ése y que nada diferente sería posible. Porque mi papá era pelado y mi tío Eduardo –su hermano-, también. Los dos habían sido vencidos por la calvicie desde el fondo de los tiempos. No recuerdo fotos de ellos con pelo. No las recuerdo porque no existen. A los costados tenían algo, pero arriba, en lo que llamamos la bocha, no había nada. Tan es así que siempre me pregunté si alguna vez tuvieron pelo. Si alguna vez pudieron darse el lujo de una raya al costado. ¡Y sin embargo usaban peine! Mi papá se peinaba (no sé qué, pero se peinaba) y se colocaba fijador Glostora antes de salir a la calle. Tal vez el tío Eduardo hacía lo mismo. En el bolsillo trasero de sus pantalones de traje llevaban peine y lo usaban antes de salir a la calle o al bajarse del auto. Mi papá solía preguntarme “¿estoy bien peinado, che?”. Yo, por cortesía, le decía que sí. Y los dos seguíamos la vida como las personas más felices del mundo. Él seguramente haría lo mismo cuando le preguntaba por mis granos y me decía que no se notaban para animarme a salir a la calle con la confianza que da una buena mentira.

Hoy, en cambio, la pelada se lleva con hidalguía. No era lo mismo que en aquellos años de mi adolescencia, les decía. Ahora lo mejor es cortar por lo sano. O se tiene mucho pelo o se afeita uno y se asume la pelada, sin vueltas. Y hasta hay rapadas que son moda en estado puro. Se impuso, de alguna manera. Si no, miren a Juan Sebastián Verón. Siempre fachero, canchero, con estilo. Y eso que se pelaba cuando eran pocos lo que se animaban. Pero él popularizó, de alguna manera, la tendencia en los 90. Las entradas, en cambio, son una forma de empezar a añorar un pasado mejor, desdibujado. Ringo Bonavena dijo que la experiencia es un peine que te dan cuanto sos viejo y te quedás pelado y entonces ya no te sirve. Bueno, ésa es una manera poética y la poesía siempre puede dejarnos bien parados. Podemos decir, los que no usamos la moda de la pelada, que nos quedamos así, con entradas, porque estamos experimentando, aprendiendo, preparando el futuro de bastón y conocimiento. Que no queremos que la experiencia nos llegue de golpe sino que la queremos disfrutar, masticarla como una buena comida. Eso podemos decir. Y si lo decimos bien, hasta puede sonar seductor.

Volviendo a los lejanos 80, cuando la vida era aún eterna y los de mi edad aprendíamos a besar, casi no existían los héroes pelados. Asombraba ver a un malo como Lex Luthor, el de Superman. Había uno en Star Wars, cuyo nombre no recuerdo, que llevaba unos auriculares similares a los que entonces aparecían en el país, con una radio FM. Ese dolape también era del bando de los malos. Los próceres del colegio tampoco ayudaban. Muchos eran viejos y sin pelo. Cero onda. Domingo Sarmiento era apenas una historia que había que estudiar para pasar de curso y ejemplos así había muchos: cara de malo, estudioso y calvo. Pero como contrapartida, yo tenía un ídolo que era pelado. No llevaba capa ni espada y usaba pantalón corto. Puede sonar raro, y hasta ridículo. Imaginen a un tipo petiso, algo barrigón, con pantalón corto y con lo poco que le quedaba de pelo moviéndose según lo llevara el viento. Ese era Ricardo Bochini; le decíamos El Bocha. Dos pelos locos y una pelada en el medio de la cabeza que traía ya desde los tiempos de su Zárate natal. Yo lo idolatraba por cómo jugaba pero ni loco quería tener ese proyecto de pelo. Quería jugar como él y nada más. Al final se me dio a la inversa: nunca pude ser tan bueno para el fútbol pero al menos me queda el consuelo de que el pelo me duró más tiempo. Otro pelado de entonces era Carlos Bianchi. Jugaba en Vélez y era el ídolo de mis amigos velezanos. Entonces, Vélez era un equipo de medio pelo con una gran cancha y que nos dividía en el barrio: en Liniers algunos éramos de Chicago y otros de Vélez. Fue Bianchi quien me firmó el primer autógrafo. Fue una tarde de primavera en la que yo, con 11 años, me fui a anotar a la colonia de verano de Vélez. Mientras mi viejo hacía los trámites, lo encontramos en un pasillo, a metros de la puerta de Juan B. Justo. Mi papá sacó de su agenda lapicera y papel y le preguntó si me podía firmar. Todavía era jugador y figura del club. Le dijimos que yo era de Independiente y mientras firmaba, sonriente, cantaba por lo bajo “Bochiiiiini, Bochiiiiini”, como hacía la hinchada roja cada domingo. Me llevé la mejor imagen de ese goleador al que sus hinchas le decían, cariñosamente, “el de la peladita de oro”. Para Bianchi, por ejemplo, no creo que la pelada haya sido un trauma. Ni siquiera lo debe ser hoy, cuando tiene asumido también el paso del tiempo y que algunos le digan “profesor Locovich”, por el parecido.

La pelada, la mía, empezó a ser tal en estos últimos tiempos. La amenaza del fantasma ya es una realidad. Mi amigo Boro no hizo más que confirmarme que también me ataca por arriba de la cabeza –silenciosa y sorpresiva- y no solo por delante, donde la veía y la veo todas las mañanas, cuando me afeito, desde hace tiempo. También noto que hay algunos pelos blancos. No compraré nunca colorantes mágicos ni me haré implantes. Juro que no. Antes pelado incipiente que ridículo a mitad de camino. Maquinita y a la bolsa. Al fin de cuentas, pienso, no fue tan grave llegar hasta acá. Las cosas que salieron mal no fueron culpa del pelo. En mi parte del botiquín del baño no tengo peine. No lo necesito ni cuando salgo de bañarme. El pelo que me queda lo acomodo con la mano. Casi lo acaricio. Para que se sienta querido y no desee irse de golpe.

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