LA FOTO QUE ME FALTABA
Una de las cosas más lindas que
tiene mi vida son las tardes y noches de mi infancia y adolescencia en la
cancha de Independiente con mi papá y Antonio, mi padrino, que siempre fue como
un segundo padre para mí. Hablo de los años 70 y 80. Tiempos en los que no
existían las cámaras digitales y muchos menos los teléfonos celulares con
camarita. Ahora es fácil: uno hace click y capta momentos. Todo puede quedar
capturado. Pero antes no. Hablo de tiempos en que para saber cómo salió una
foto había que sacar 12, 24 o 36, dependiendo del rollo, y el misterio de la
imagen recién podía develarse uno o dos días después de que en la casa de
fotografía la revelaran. “Hay dos que no salieron”, podía sentenciar el tipo. Y
uno esperaba que no sean justamente las mejores.
De aquellos tiempos de cancha no
tenía ninguna imagen, salvo las que guardé en mis recuerdos o aquellas que mi
imaginación fue cambiando con el correr de los años. Pero hace poco, a
comienzos de diciembre, cuando fui a almorzar con mi padrino a su casa en Villa
Luro, me mostró una foto vieja en la que estábamos en el viejo estadio del Rojo
él, Rubén –un amigo suyo-, mi papá y yo. Me llevé una de las mejores sorpresas
de los últimos tiempos. Fue hermoso encontrar aquello que no sabía que existía.
Me causó una enorme gratificación saber que hay algo material de esas buenas
épocas.
Supongo que esa foto es de
mediados del 87 u 88 porque el pullover que llevo puesto es uno abrigadísimo
que compré en una Feria de la moda que se había montado en el estacionamiento
de Vélez, cerca de casa. Me acuerdo de haberlo comprado con los pocos pesos que
tenía. Era un pullover de pura lana, medio caro porque se usaba mucho en esa
época. Mi papá me había dado algunos billetes y con eso tenía que alcanzarme
para comprarme ropa. Todavía recuerdo que cuando lo ví conté cuánto tenía y me
sentí feliz de que me alcanzara para llevármelo. Era celeste y blanco. Y en esa
feria los precios eran más accesibles que en otros lugares. Así que me lo llevé
y lo cuidé bastante, porque sabía que tenía que durarme. El discurso materno
era que la ropa debía cuidarse todo lo posible. Aunque mi madre era exagerada
para esas cosas y me hacía cuidar cada cosa más allá de lo posible. Si me
compraba un pantalón corto, cuando volvía a casa me lo tenía que sacar y
ponerme uno viejo. Así, con todo.
En cuanto a ese pullover, era
grandísimo. Por lo menos, un talle más que el me correspondía. Todo porque ya
desde chico me compraban la ropa grande para que me dure. La costumbre me
siguió durante gran parte de mi vida. Al menos hasta que conocí a una mujer que
me enseñó cuál era mi talle. Costó, pero hoy me visto como una persona más o
menos normal. Si no fuese por ella, aún usaría con orgullo ese camperón Adidas
que me compré en un invierno y que me quedaba tan grande que entraban dos
Alejandros o, en todo caso, que se confundía con un traje de astronauta. Tenía
un amigo, Diego Garbino, que decía que al verme llegar con esa campera no sabía
si era yo o un tren que irrumpía a paso de hombre. Al final se lo terminé
regalando a un conocido que hacía físico culturismo.
Otra cosa que me llama la
atención de esa foto es que mi viejo y yo estamos mirando hacia nuestra
izquierda, donde estaba el arco que daba a la popular local. Mi padrino y
Rubén, en cambio, miran a un fotógrafo del que nosotros parecemos no tener ni
idea de su presencia. Según mis cálculos, mi papá no tenía todavía 50 años,
pero parecía de 60 con esos anteojos negros que le quedaban de la década del
70. Siempre se ponía el mismo estilo de ropa: pantalón y zapatos prolijos,
camisa y un pullover de tiempos mejores. Encima era pelado. Yo lo quería un
montón a mi papá, pero tengo que reconocer que le faltaba algo de onda. Mi
padrino, en cambio, usaba algo más juvenil, al menos para ir a la cancha. Como
ese conjunto de gimnasia tan de esos tiempos.
Ahora que hay cámaras en los
teléfonos, saqué una foto de esa foto y la mandé a imprimir. Le dije a mi
padrino que me había hecho feliz ver esa imagen que él encontró de casualidad
en una casa que tiene en venta. Desempolvando cajones, entonces, nos vio a
nosotros, pensó en mí y me mostró lo que aquella tarde tan pasada nos dejó.
Esa imagen me provocó algo
fuerte. No sólo porque me alegra saber que hay un recuerdo material de aquello
que me hizo feliz. Sino también porque creo que desde ahora y para siempre esa
foto resumirá la época de fútbol con mi papá.
Esos tiempos comenzaron cuando yo
tenía 5 o 6 años. Había motivos de sobra para ir a ver a Independiente, porque
ganaba todo, jugaba muy bien, tenía grandes jugadores y encima participaba en la Copa Libertadores.
Entonces íbamos a la cancha no sólo los domingos a la tarde, sino también los
miércoles a la noche, por lo que volvía a mi casa de madrugada y al otro día
iba al colegio mal dormido pero feliz. Entre mis compañeros casi nadie era
futbolero. Independiente era una pasión que no podía compartir con ellos,
aunque sí con mis amigos del barrio, cuando jugábamos a la pelota o a Star Wars
en aquella infancia en Mataderos y yo contaba las hazañas de Bochini.
Esas plateas fueron nuestras
durante muchísimos años. Para que yo tuviese una, mi papá tuvo que hacerme
socio de Independiente, cosa que le dio más orgullo que mi bautismo o mi
confirmación. Lo entiendo. Lo comparto. Durante esos años la rutina se
interrumpía cada vez que íbamos a la cancha. Creo que en Avellaneda fue donde
comprendí que un padre puede también ser un amigo. Más cuando se comparten los
colores de un mismo equipo de fútbol.
Esa época que el tiempo en vez de
opacar hace cada vez más brillante empezó a terminarse en 1989 o 1990, poco
antes de que Bochini se retirara. Uno de los últimos partidos que vimos juntos
en una cancha mi padre y yo fue el 29 de noviembre del 89. Era una final contra
Boca, por la Supercopa.
La perdimos después de que Artime errara un penal y Giunta hiciera
el de Boca. Al día siguiente cumplía años y sentía que me quedaba sin el regalo
más lindo que podía recibir. Lloré la derrota en silencio mientras la policía
reprimía a la hinchada de Independiente. Esa noche fue triste. Cosa rara, hoy
la recuerdo con alegría. Tal vez porque yo ni sospechaba que ahí dejaría de ir
a la cancha del Rojo con él y se bajaría el telón del mejor escenario de
nuestra relación. Papá seguiría yendo a la platea con mi padrino y yo iría a
ver otros partidos porque empezaba a estudiar periodismo y me mandaban a ver,
por ejemplo, un Platense-Racing.
Algunos dicen que las fotos roban
el alma de quienes aparecen en ellas. Hoy siento lo contrario. Siento que al
verme ahí, tan pendejo junto a mi padre, algo me devolvió un alma bien pero
bien roja.
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