EL TURF, A CABALLO DE LA HISTORIA
El de las carreras de caballos es un mundo muy particular. El
historiador Roy Hora lo describe en su último libro, Historia del turf
argentino, donde cuenta detalles increíbles de los que también habla en esta
entrevista. La nota fue publicada en Nueva.
Estamos en noviembre de 1918. Carlos
Gardel y José Razzano andan de gira por La Pampa. Pero tienen la
cabeza en Buenos Aires, donde faltan horas para que se dispute una denominada
“carrera del siglo” en el Hipódromo de Palermo. Los protagonistas son los purasangre
Botafogo y Grey Fox. El mundo burrero no habla de otra cosa. Y ellos, la dupla
del tango, suben a un tren y emprenden el viaje para verla personalmente. Para
ellos, todo lo demás queda en segundo plano. El ejemplo sirve para graficar qué
significaba el turf en aquellos tiempos. Era tal la pasión que generaba que se
lo puede comparar con lo que sería el fútbol después. El historiador e
investigador del CONICET Roy Hora describe aquello de manera minuciosa en su
genial libro Historia del turf argentino (Siglo XXI). A través de sus páginas
se entiende cómo la actividad atraviesa usos y costumbres argentinas desde
fines del Siglo 19 hasta nuestros días.
Por ejemplo, que lo más importante
de cada competencia hípica eran los dueños de los caballos y los caballos en
sí; los jinetes, en cambio, no tenían ningún mérito. “Hasta que apareció
Leguisamo y cambió las cosas”, dice Hora, con el libro entre sus manos, durante
su diálogo con Nueva. Después, los jockeys se convirtieron en los deportistas
mejor remunerados del país, la clase media se volvió crítica de una actividad
seguida de cerca por los sectores populares y los pudientes y el dinero de las
apuestas se transformó en un generador de conflictos.
-Tema apasionante el del turf. ¿Por
qué lo elegiste para escribir un libro?
-Porque si bien hoy sólo le interesa
a una minoría, entre 1870 y 1960 fue uno de nuestros grandes espectáculos
deportivos. Y hasta los años 30 fue sin dudas el más importante, el más
popular. Es interesante, por tanto, porque fue algo que le interesó mucho
durante mucho tiempo a mucha gente. Una segunda razón tiene que ver con que era
muy importante para los sectores más poderosos de nuestro país: el turf lleva
la marca de la clase alta, dueña de los caballos de carrera, que eran carísimos.
El hipódromo fue un espacio de interacción de clases altas y bajas. Esto lo
vuelve un objeto de estudio muy interesante, porque sus transformaciones nos
ayudan a entender cómo cambió la sociedad argentina. Y hay también un tercer
elemento. En el turf nació el deportista profesional, la estrella deportiva.
Hasta los años 40 los jockeys no sólo ganaban mucho más dinero sino que eran
más conocidos que los futbolistas. Leguisamo es el ejemplo paradigmático, pero
había otros. Y lo interesante del caso es que para ganar un lugar de
protagonismo en la pista, y frente al público, los jinetes debieron enfrentar a
los propietarios, que los habían relegado a la condición de figuras anónimas.
-¿Por qué?
-Cuando se creó el Jockey Club, en
1882, y Palermo se consagró como el gran hipódromo argentino, los propietarios
utilizaron todo su poder para imponer la idea de que las carreras las ganaban
los caballos; los jinetes eran concebidos, simplemente, como “choferes” que
llevaban al caballo de la línea de salida a la meta. Hasta 1910 o un poco más,
pues, los protagonistas del hipódromo fueron los señores del Jockey Club y sus
caballos: los Alvear, los Anchorena, los Luro, los Unzué. Y este espectáculo
transmitía un mensaje importante, referido a la primacía social de los poderosos,
que observaban 20, 30 o 40 mil personas, y muchos otros comentaban fuera del
estadio. Allí se veía quién manda, quién obedece, quién tiene prestigio. Este
equilibrio cambió desde la década del 20, cuando se produce un fenómeno de
popularización del deporte, empujado por el ascenso de la prensa popular, la
democratización del estado, en fin, la forja de una cultura más popular y
plebeya. En ese marco, se crean condiciones sociales para el ascenso de los
deportistas profesionales. Desde entonces, comenzó a crecer la figura del
jinete, a costa del propietario. Ello fue producto de un proceso de
democratización y popularización más general de la sociedad, que el hipódromo
contribuyó a empujar más allá. Porque el espectáculo de un jinete pequeño, de tez
oscura y poco educado, opacando a un gran señor de la alta sociedad contribuyó
a redefinir las jerarquías sociales de la Argentina oligárquica.
PALCO Y POPULAR
-¿Es un deporte popular y
aristocrático al mismo tiempo?
-Con un gran enemigo, que es la clase
media, que desde la década de 1930 comenzó a darle la espalda al hipódromo.
Para entender el prestigio de la actividad hay que recordar que, en su origen,
en la década de 1880, fue concebido como un emprendimiento de importancia
pública. Se pensaba que las carreras servían para seleccionar a los mejores
ejemplares que, a su vez, mejorarían a los caballos de trabajo en una época en
la que la economía se movía con caballos. Esta fue la gran justificación del
turf, y es por ello que el Estado apoyó al hipódromo y al Jockey Club. Cuando
nació, el turf estaba asociado a una ideología productivista, y fue concebido
como un emprendimiento de relevancia pública.
-Contás que también irrumpe la
costumbre del juego a su alrededor.
-La relación entre turf y juego siempre
fue muy estrecha. Había distintas maneras de concebir el derecho a apostar, de
acuerdo a la posición social de una persona. Las clases altas podían jugar sin
restricciones, pues se entendía que eran capaces de autocontrolarse. En cambio,
a las clases populares no se les concedía esa libertad, porque podían caer
víctimas de impulsos autodestructivos. Para las mayorías, un poco de apuesta
era tolerable, pero no mucho. De allí que se impusiera la idea de que sólo
debía haber carreras los domingos, pero no en la semana, para no distraerse del
trabajo. Desde la década de 1920, esto cambió y las críticas al turf y a la
apuesta crecieron en intensidad. Por una parte, porque para entonces se hizo
claro que los caballos de carrera no servían para trabajar ni para combatir.
Eran puro entretenimiento. Y poco después, cuando la clase media comenzó a
hacer escuchar su voz, hizo del turf uno de sus principales enemigos. Allí
cobró fuerza la idea de que era moralmente condenable, que una persona decente
no debería ir al hipódromo, a “tirar la plata en las patas de los caballos”.
-¿Qué te llevó a ejemplificar la
pasión por el turf con el viaje de Gardel de La Pampa a Buenos Aires?
-Esa imagen sintetiza el enorme
atractivo del turf en ese tiempo. Muchos estaban dispuestos a hacer algo así.
El turf era una pasión nacional y no sólo algo que les interesaba a los
porteños o a los habitantes de la
Provincia de Buenos Aires. Lo que pasaba en Palermo se
conocía en todo el país. La intensidad de esa pasión era, en algún aspecto, equivalente
a la que muchos espectadores sienten hoy cuando juega su equipo de fútbol o la Selección.
-¿Se puede concebir al turf sin el
tango?
-El turf nació antes. Pero en su
momento turf y tango marcharon juntos, al tope de las preferencias de las mayorías.
El hipódromo fue uno de los temas privilegiados por este género musical, y fue
evocado en cientos de tangos. No sucedió algo similar con el fútbol, que
comenzó a crecer cuando el tango declinaba. En este sentido, tango y turf
tienen trayectorias similares, y simbolizan la cultura popular de las décadas
que van de Yrigoyen a Perón.
-En el libro explicás que el turf
ocupaba en la sociedad el lugar que hoy tiene el fútbol.
-Es así hasta entrada la década de
1930, cuando distintos fenómenos hicieron que el turf comenzara a perder
terreno frente a otros espectáculos deportivos. ¿Por qué retrocedió? No fue un
fenómeno exclusivamente argentino, pues el turf perdió protagonismo en todos
lados. En Europa y Estados Unidos, también. Una razón es el ascenso del automóvil.
Los autos, los camiones y los tractores comenzaron a empujar a los caballos
hacia los márgenes de la economía y la sociedad. Los reemplazó el automóvil, no
sólo como medio de transporte. Hay que recordar que el auto suscitó una gran
pasión popular, cuyos emblemas son Fangio y Gálvez. Y también surgió una nueva
oferta deportiva, centrada en el fútbol, que interpelaba a los jóvenes no sólo
como espectadores sino también como jugadores. Para estas nuevas generaciones,
el potrero fue más importante que el hipódromo como ámbito de socialización. En
consecuencia, el turf quedó confinado a un grupo todavía numeroso pero en
retroceso, compuesto de espectadores de edad cada vez más avanzada. En este
contexto, su declinación era inevitable.
UN ESCRITOR EN LAS PISTAS
-¿El mundo de los hipódromos sigue
siendo elitista?
-Ya no. Si miramos a los dueños de
caballos, hoy es más plutocrático que elitista. Entre quienes lo dominan ahora
hay muchos nuevos ricos o gente sin gran trayectoria en el ambiente. Quedan
pocos de los nombres tradicionales.
-¿Hay lugar para la mujer?
-En el hipódromo elitista de
comienzos del Siglo 20 la presencia de la mujer era muy visible. Estaba allí,
en la tribuna oficial, elegante, bien vestida, exhibiéndose. Y también había
niños. Es el otro costado del hipódromo como teatro del poder, como ámbito en
el que se exhibe la clase alta en su conjunto. En otros aspectos, el hipódromo
es muy misógino, ya que hay pocas mujeres que se hayan destacado como
propietarias o entrenadoras. Sólo Inés Victorica Roca, que estuvo al frente del
haras Ojo de Agua, alcanzó el primer plano. Algo similar sucede entre los
jinetes, un mundo que también es cerradamente masculino. Marina Lezcano logró
hacerse un nombre, en los años 70 y 80. Fue la única que ganó la Cuádruple Corona
y que llegó a la tapa de la revista El
Gráfico.
-¿Qué motivaba tanta pasión
alrededor del turf?
-Hoy nos cuesta comprenderlo, porque
hemos perdido familiaridad con el mundo del caballo. Pero hay que recordad que
este es un país de caballos y hasta la década de 1930 la inmensa mayoría de la
población conocía y apreciaba a estos animales. Hasta que se masificaron los
automóviles, la cantidad de caballos por habitante era altísima. En las
provincias pampeanas, por caso, había más caballos que personas. Se los trataba
como herramientas de trabajo, pero también como criaturas dignas de respeto y
afecto. Y los caballos de carrera eran una suerte de aristocracia equina:
altos, elegantes, temperamentales, impactantes. Quienes iban al hipódromo
podían estar interesados en la apuesta, pero por sobre todas las cosas
disfrutaban del espectáculo. Así como hoy podemos apreciar los talentos de un
jugador de fútbol, en ese tiempo sucedía algo similar con los caballos y los
jinetes. Si no hubiera sido capaz de generar entretenimiento y genuina emoción,
el hipódromo no hubiese sido tan popular.
-¿Alguna vez apostaste en el
hipódromo?
-Soy un producto tópico de las
clases medias educadas, de ese universo social que tiene mala opinión del turf,
así que el hipódromo no es mi mundo. Sólo fui dos veces, arrastrado por algún
pariente burrero.
-¿Y cómo te fue?
-Nunca gané. La pasé bien, pero no
fue una experiencia de gran intensidad emotiva. Para gente como yo, no se
compara con la cancha de fútbol. Pero este libro puede ser una revancha. No
sólo porque disfruté haciéndolo y aprendiendo sobre el mundo del turf. Sino
porque, como me dijo un amigo, tal vez pueda recaudar en derechos de autor
aquello que perdí apostando a un caballo.
RECUADRO 1
LEGUISAMO
Nacido el 20 de octubre de 1903 en
Salto, Uruguay, y fallecido 2 de diciembre de 1985 en Buenos Aires, Irineo
Leguisamo está considerado como el mejor jockey de los que compitieron en
nuestro país. Roy Hora lo refiere así: “Era un jinete superior. Sabía cómo
explotar al máximo el potencial de un caballo. Hacía una diferencia. Los
propietarios hacían cola para que les monte sus caballos. Y él, por supuesto,
elegía qué caballos correr, y era capaz de desairar a propietarios de linaje
patricio. Con Leguisamo, pues, el jinete se volvió un gran protagonista del
espectáculo, y el turf se volvió más popular y democrático”.
Tras esto, el autor de Historia del
turf argentino cuenta otra perlita: “En los tiempos del turf elitista, los
jinetes estaban obligados a afeitarse el rostro. En ese entonces, el bigote era
un símbolo de masculinidad, que lucían todos los varones. Había unas pocas
excepciones. Entre ellos, los religiosos, los que habían renunciado a ejercer
su masculinidad. Y en las clases populares, los que estaban sometidos a la
autoridad de un varón de condición social superior. Esto sucedía con los
empleados domésticos que vivían en la casa de sus patrones. Obligar a los
jockeys a afeitarse era una forma de feminizarlos, de afectar su honor y su
derecho a ser varones plenos. Y, por tanto, de marcarles quién mandaba, de
recordarles su condición de sirvientes de la pista”.
“Para un analista, el turf es
interesante porque se corre en equipo: un caballo, propiedad de un hombre
poderoso, y un jinete, surgido de abajo. Cuando nació Palermo, el Jockey Club
invirtió mucha energía para que la atención la acapararan el caballo y su
propietario. A los jinetes, además de vestirlos con los colores de sus
patrones, se los obligaba a seguir un protocolo de conducta que incluso les
impedía alzar la mano para festejar. Pero las cosas cambiaron. La redefinición
de las relaciones entre jinetes y propietarios forma parte de la historia de la
democratización de nuestra sociedad”, dice Hora.
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