DÍAS Y NOCHES DE EDUARDO GALEANO
Lo que sigue es un texto escrito el mismo día en que me enteré de la muerte de Eduardo Galeano, el 13 de abril de 2015. Escribí lo que me salió, lo que recordaba, lo que me marcó, y lo mandé a La Gaceta, que lo publicó así en un especial sobre el escritor uruguayo.
Un artesano de las palabras. Eso era Eduardo
Galeano. Un relojero que hermanaba de manera perfecta las palabras que mejor
expresaban su pensar y sentir. Escribió libros geniales, tras los cuales, después
de leerlos, uno no era el mismo. En mi caso, me sirvió para entender un poco
más al periodismo y para disfrutar del placer de la lectura como espejo de la
vida.
Llegué a Galeano a través de Días y noches de
amor y de guerra, que lo descubrí en una vieja librería de Parque Centenario,
en Buenos Aires, enfrente del hospital donde mi padre estaba internado.
Recuerdo que salí a caminar para despejar mi cabeza: en esos tiempos yo era el
único que sabía que lo de mi viejo no daba para mucho más. Me metí en esa librería
y husmeando di con ese título. Lo abrí y quedé maravillado después de leer
algunas frases casi al pasar. Entonces ni imaginaba que ese libro se convertiría
en mi compañero de ese tiempo y que esa compañía me duraría para siempre. “Perdí
varias cosas en Buenos Aires. Por el apuro o la mala suerte, nadie sabe a dónde
fueron a parar. Salí con un poco de ropa y un puñado de papeles. No me quejo.
Con tantas personas perdidas, llorar por las cosas sería como faltarle el
respeto al dolor”, se lee en sus primeras líneas.
Lo compré y lo devoré en colectivos, en subtes
y en días y noches en que luchaba contra la impotencia por la enfermedad de mi
papá. Ahí comprendí que las palabras acompañan; y cómo. Estoy hablando de
libros que te marcan. Libros en los que subrayé frases. “La memoria guardará lo
que valga la pena. La memoria sabe de mí más que yo; y ella no pierde lo que
merece ser salvado” o “los cuerpos, abrazados, van cambiando de posición
mientras dormimos, mirando hacia aquí, mirando hacia allá, tu cabeza sobre mi
pecho, el muslo mío sobre tu vientre, y al girar los cuerpos van girando la
cama y giran el cuarto y el mundo”, son algunas de ellas.
También me sentí espejado en ese asunto tan
complicado de la religión: “Dos por tres me olvido, y regalo a la tristeza esta
vida de yapa. Me dejo expulsar del Paraíso, dos por tres, por ese Dios
castigador que no termina de irse de adentro de uno”, escribió él y marqué yo.
Está también aquella charla con una puta, que le dijo: “¿Sabés una cosa? Yo, a
los hombres, en la cama, no los miro nunca a los ojos. Yo trabajo con los ojos
cerrados. Porque si los miro me quedo ciega, ¿sabés?”. O ese párrafo en el que
suelta que “cada uno entra en la muerte de un modo que se le parece. Algunos,
en silencio, caminando en puntillas; otros, reculando; otros, pidiendo perdón o
permiso. Hay quien entra discutiendo o exigiendo explicaciones y hay quien se
abre paso en ella a las trompadas y puteando. Hay quien la abraza. Hay quien se
tapa los ojos; hay quien llora. Yo siempre pensé que Roque se metería en la
muerte a carcajadas. Me pregunto si habrá podido. ¿No habrá sido más fuerte el
dolor de morir asesinado por los que habían sido sus compañeros?”.
Dedicó en esos días y noches hechos libro unos
textos bellísimos sobre sus hijos. Yo aún no era padre pero ahora que lo soy
recuerdo cómo me impactó entonces leer esto: “Hace once años, en Montevideo, yo
estaba esperando a Florencia en la puerta de la casa. Ella era muy chica;
caminaba como un osito. Yo la veía poco. Me quedaba en el diario hasta
cualquier hora y por las mañanas trabajaba en la Universidad. Poco
sabía de ella. La besaba dormida, a veces le llevaba chocolatines o juguetes.
La madre no estaba aquella tarde, y yo esperaba
en la puerta de la casa el ómnibus que traía a Florencia de la jardinera.
Llegó muy triste. No hablaba. En el ascensor
hacía pucheros. Después dejó que la leche se enfriara en el tazón. Miraba el
piso.
La senté en mis rodillas y le pedí que me
contara. Ella negó con la cabeza. La acaricié, la besé en la frente. Se le
escapó alguna lágrima. Con el pañuelo le sequé la cara y la soné. Entonces
volví a pedirle:
-Andá, decime.
Me contó que su mejor amiga le había dicho que
no la quería.
Lloramos juntos, no sé cuánto tiempo, abrazados
los dos, ahí en la silla.
Yo sentía las lastimaduras que Florencia iba a
sufrir a lo largo de los años y hubiera querido que Dios existiera y no fuera
sordo, para poder rogarle que me diera todo el dolor que le tenía reservado”.
Aprendí que siempre es bueno decir al que se
quiere que se lo quiere cuando leí: “Hoy hace una semana que se lo llevaron y
yo ya no tengo cómo decirle que lo quiero y que nunca se lo dije por la vergüenza
o la pereza que me daba”.
Me sonreí con el escritor que llegó recomendado
por Dios y me entristecí por aquel que apareció en el velorio de su padre con
una manzana en la mano. “Dejó sobre el cajón una manzana roja y brillante. Lo
viste dejar la manzana y él se alejó caminando. Después supiste que aquel
muchacho era el hijo de Silvio. El padre le había pedido la manzana. Estaban
comiendo, al mediodía, y él se levantó para alcanzarle la manzana cuando
irrumpieron, de golpe, los asesinos”, describe.
Podría seguir hablando y recordando ese libro
que tanta piel en el alma se me hizo. Pero no tiene sentido cuando sus páginas
están ahí, esperando que nuevos lectores lo descubran y lo sientan.
Apasionado por el fútbol, fue autor de un
clásico entre clásicos: El fútbol a sol y sombra, al que le agregaba un
capítulo después de cada Mundial. Es tan insoslayable como Fiebre en las
gradas, de Nick Hornby. En esas páginas, sobre el Mundial 2014 escribió, entre
otras cosas, que se jugó “en un Brasil donde están estallando los volcanes de
la indignación popular ante el derroche de las construcciones faraónicas en
contraste con los fondos destinados a la salud pública y la enseñanza
gratuita”.
Hincha de Nacional, de Montevideo, hizo una de
las mejores crónicas sobre un futbolista. Hablo de la que tiene a Pelé como
protagonista y que puede encontrarse en Nosotros decimos no. Fue en 1963. En
medio de una minuciosa descripción de su encuentro con el brasileño, Pelé le
dice: “Creo que el mejor jugador del mundo todavía no nació”. Diego Maradona
había nacido tres años antes.
Hace unos días, Laura Campagna, la jefa de
prensa de Siglo XXI, la editorial que tiene los derechos de los libros de
Galeano, me contó que en mayo iba a salir Mujeres, una recopilación de textos
ya publicados. Cuando le pregunté qué posibilidades había de entrevistarlo me
dijo que no, que ya no daba notas. Desconocía lo de su enfermedad. Fue mi
segundo intento fallido. El primero había sido a fines del año pasado, cuando
le envié un mail directamente a él para contarle que quería tenerlo entre los
entrevistados de un libro que escribí sobre fútbol y cultura. Me dijo que no
podía.
Ahora que me entero de su muerte me asalta la
frustración por la charla no lograda y me alivia saber que devoré tanta vida en
cada uno de sus libros. Que no todo fue Las venas abiertas de América Latina,
como señalan en los noticieros cada media hora, cuando entre los títulos
repiten la información de su fallecimiento. El libro de los abrazos, Los hijos
de los días, La canción de los otros, Vagamundo, Ser como ellos, las tres
Memoria del fuego, Patas arriba, Bocas del tiempo, Las palabras andantes y
Espejos son una invitación a la reflexión y al goce de la lectura.
Me hubiera gustado conocerlo. Darme ese pequeño
lujo. Decirle que sus libros, y especialmente uno de ellos, fueron compañeros
silenciosos. Que gracias a sus palabras encontré aire para respirar.
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