TOMÁS ABRAHAM, FILÓSOFO DE NOVELA
El filósofo y ensayista Tomás
Abraham debuta como novelista con La dificultad, un voluminoso relato cuya
salida demoró para no disgustar a su padre. Dice que se borró de la política,
que las facultades de filosofía son deprimentes y que dar clases debe ser una
fiesta. Prefiere escribir en Facebook. La nota original, en La Voz del Interior.
En general, siempre escribí
ensayos sobre filosofía, política y literatura, que son mis tres ámbitos. Y en
2011, en una especie de diario que llevo encima, anoté ‘29 de enero de 2011. La
caverna. Novela’. Ese año estaba vacío. Cansado de la política y de la
filosofía, me quedaba la novela. Ahí surgió este libro que se terminó llamando
La dificultad”. Así comienza el diálogo con el filósofo y escritor Tomás
Abraham. Estamos en su estudio del barrio porteño de Palermo, un enorme y
luminoso loft colmado de libros, fotos y pósters. Entre otras imágenes, se
destaca la de un viejo equipo de Vélez, el club de sus amores. Es un apasionado
del fútbol. De hecho, la charla comienza por esa temática, continuará con su
nueva novela y terminará, dos horas después, de nuevo con la pelota. Está
sonriente porque siente que La dificultad (Sudamericana) es su gran “obra”. Las
críticas que le llegaron fueron buenas y lo incentivan muchísimo, cuenta.
–¿Contento, entonces, con el
resultado de esas 480 páginas?
–Claro. Pude contar una historia,
armar una forma de contarla y estoy totalmente feliz. Sentí que escribía mi
obra. Siempre me pareció una falta de pudor decir “obra”, pero siento eso: no
es mi libro sino obra. Demoré un año su publicación. Me la aguanté. La
editorial quería sacarla y yo no. Su salida coincide con la muerte de mi padre
y un ACV de mi madre. Hay una presencia del padre muy fuerte en la novela.
Siento que el libro está siendo leído y lo que recibo de las lecturas responde
a mis deseos y expectativas. Sentía que este es un muy buen libro. Y me parece
que a otra gente le pasa lo mismo. Creo que hice una gran labor.
–¿Por qué demoraste un año su
salida?
–Porque aunque mi viejo no estaba
en condiciones físicas y mentales de leer la novela, si la hubiera leído le
hubiese disgustado en grado sumo. Y no quería que se disgustara, porque se
apoyaba mucho en mí. Yo era su columna y esa columna tenía que ser sólida.
Muchas de las cosas que cuento en esas 480 páginas no se ajustan a su visión de
la vida, ni de su vida, ni de la mía. No me hubiese dado satisfacción que la
ancianidad de mi padre fuera amarga. No quería defraudarlo.
–¿Cómo te sentiste en este nuevo campo
para vos, que es el de la novela?
–Fue una experiencia en la que
fui cambiando, hasta que encontré el tono justo. Me llevó un tiempo. Después
entendí que el único modo de narrar la historia de Nicolás era desde la
superficie, donde estaba yo. Entonces, al despersonalizarme, pude escribirla
mejor. Ninguno de los personajes me representa. Ya no hay identificación con
Nicolás. Es muy raro el género autobiográfico. Porque estas no son memorias.
Pero pasan cosas. Todo el tiempo pasan cosas.
–¿Cómo incidió, al empezar la
novela, la presencia de tus padres?
–Escribí con absoluta libertad.
Acá hay libertad. Esta es una conversación con mi historia personal, con algo
de ajenidad, y con un enigma, que era saber cómo se puede cambiar. Y no sé cómo
se puede cambiar. ¿Si lo escribí para saberlo? No, tan ingenuo no soy.
–¿A qué cambios te referís?
–No sólo a los básicos, como el
trabajo, la casa, el lugar de uno, la mujer o una separación. Hablo de un
cambio de 180 grados, de esos que se producen por un movimiento muy simple.
Cuando uno dice cambiar se refiere a salir de un lugar para ir a otro. Es tan
simple que es incomprensible que no se haya podido hacer nunca. Yo quería
pensar eso. De hecho, la novela termina con la frase “estaba en la superficie”.
Que es donde estaba. Yo quería entender ese viaje de la profundidad a la
superficie. Pensarlo. La dificultad es la historia de ese viaje.
–Sobre el final decís que hablar
y escribir son celebraciones. ¿Por qué?
–Porque veo mi trabajo como una
fiesta. Estudiar filosofía, escribir filosofía, vivir de y con la filosofía, es
una celebración. No lo pude hacer mucho tiempo. No es algo que hice siempre.
Llegar a la superficie me llevó mucho tiempo. No sólo estas 480 páginas. Fue
dejar la fábrica de medias de mis padres, dedicarme a esto, poder hablar,
animarme a dar una clase, aprender bien el castellano, hacerme filósofo,
profesor de filosofía. Es todo una fiesta eso. Dar una clase es una fiesta y
eso es lo que transmito. Es una bendición de Dios laburar en lo que te gusta.
¿Cuánta gente labura en lo que le gusta?
–En “La dificultad” hablás de
entusiasmo y también de tristeza, de la que decís que “hay que tener tiempo
para estar triste”. ¿Podrías explayarte un poco más?
–Son dos estados distintos,
porque no es eliminable la tristeza con el entusiasmo. La tristeza es un estado
de pensamiento, también. La angustia es lo que no te deja pensar, te come. Con
la tristeza vivís. Un duelo es una situación de tristeza. El entusiasmo es un
motorcito. Es energía, ganas, vitalidad. No tiene que ver con la tristeza. Son
cosas distintas. La tristeza es otro mundo.
–El entusiasmo es fundamental en
la vida, ¿no?
–Y, fijáte en el ambiente
académico, que es mortuorio, de velatorio. Ir a una facultad de filosofía,
hablar con la gente que hace filosofía, es deprimente. No hay entusiasmo ni
alegría ni celebración. No hay pasión. Cuando empecé a dar clases, lo hacía con
mucho entusiasmo, porque sentía que era una fiesta. Adelgazaba dos o tres kilos
por clase con la energía que desplegaba. Me caminaba toda la clase. Me tomaba
unos buenos whiskys antes de empezar. Entraba con coraje, corriendo, porque
exponerse no es fácil. Después me dediqué a escribir. El Seminario de los
jueves, por ejemplo, tiene 31 años. Es gente que se reúne a estudiar filosofía
y escribir. No se pudo hacer sin un clima de amistad. Yo le puse el alma. Y en
la facultad no estudian ni la cuarta parte de lo que estudiamos nosotros. Le
pongo laburo, disciplina, compromiso. Y bodega: vino, whisky, música. Hay que
divertirse, pasarla bien cuando laburás en lo que te gusta. Y cuando digo risa,
digo alegría. No felicidad. La felicidad en general es bajo tierra. Hay que
hacer una conversión personal, dejar de tenerle miedo al poder.
–¿A qué poder?
–Al de la sabiduría de los otros.
Hegel, Marx, Platón, Foucault. La cultura está hecha sobre la base de
jerarquías. Están los capos y los aprendices. Lo primero que hay que hacer es
lo que David hizo con Goliat: darle un hondazo. Y después, adelante. Vengo de
París de estudiar con Foucault, Althusser. Profesores de la putísima madre que
no se ponían en el lugar del profesor de la putísima madre. A mí un señor que
me hable en griego o uno que escribe en determinado diario me hacen cagar de risa.
Estamos a la intemperie. Hay que laburar. Y decir lo que uno piensa. Ahora,
decir lo que uno piensa es muy fácil si pensás. Pero eso tiene que ir junto.
Uno no está tratando de entender lo que dice alguien para decírselo a otro. Eso
es una pelotudez. ¿Qué sentido tiene resumir el pensamiento del otro? Lo lindo
de la filosofía es lo que hicieron los filósofos. O sea, decir su propio
pensamiento. No tenés que ser como Hegel. Tenés que ser mejor que Hegel. Porque
Hegel es un plomazo. A lo mejor tenés una idea. Pero es tuya. ¡Es tuya!
–Fuiste uno de los primeros en
escribir sobre filosofía en blogs. Ahora lo hacés por Facebook. ¿Cómo te llevás
con las redes sociales?
–Al principio, lo que me
asombraba de los blogs era que dejaban comentarios a lo que uno escribía. Era
raro, porque parecía que uno escribía en público. Eso me entusiasmaba. Pero el
25 de enero de este año, un poco desencantado con el blog, y con cierto vacío
interior, con la novela que todavía no había salido, quise probar con el
Facebook. Y me gusta publicar un texto cada dos días. No hablo de nada
personal. Lo personal no existe para mí en las redes sociales. Soy un tipo que
escribe: mi cumpleaños y esas cosas, una mierda; no existen en Facebook. Creo
que no le pedí amistad a nadie y hoy tengo 5.000 seguidores. Me siento
respetado. Me borré de la política porque me cansó. Hay cosas, otras, que le
interesan a menos gente, pero me interesan a mí. Esas son las que publico en el
Facebook. La gente me estimula. No se cuánto me durará, porque estas cosas son
medio maniacas. Pero las redes sociales son algo que expande mi trabajo. No
tengo smartphone, este celular acaba de sonar y no sé ni guardar un número de
teléfono. El teléfono celular lo tengo porque mis padres dependían de mí y no
quería salir sin este aparato. Para lo único que me interesan las redes
sociales es para eso. No soy un anti- tecnología. No me parece que el mundo se
vaya al carajo por esto, pero sí creo que hay muchos maníacos. Lo que sí,
dentro de mi trabajo, me enfrento a los jóvenes diciéndoles que en nombre del
estudio, en este viaje de la investigación, que quiero compartir con ellos, se
tienen que desconectar, no romper las pelotas. Concentrarse y estar en
silencio. Escuchar al tipo que les habla, que hay tipos que escribieron libros
y les hablan y son sabios y más piolas que ellos. Que hay que aprender cosas.
No sólo porque el mundo te lo exige si no querés ser un esclavo, también por
vos mismo. Descubrir el mundo. El maravilloso viaje del estudio implica
concentración, disciplina, coherencia, compromiso. No se trata todo el tiempo
de estar conectado. Hay que desconectarse. Pero sólo en ese sentido.
Perfil.
Tomás Abraham nació en Rumania el
5 de diciembre de 1946 y llegó a la Argentina cuando tenía un poco más de un año. Es
filósofo, sociólogo y escritor, creador del Seminario de los jueves, que desde
1984 reúne a personas interesadas en hablar de filosofía. Algunos de sus
ensayos son Los senderos de Foucault, La empresa de vivir, El presente absoluto
y Shakespeare, el antifilósofo. La dificultad es su primera novela.
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