DUCHINI POR DUCHINI
Esta entrevista se la hice a
Ernesto Duchini hace más de diez años. Creo que fue en 2004, cuando colaboraba
en la revista Un Caño. La idea era jugar con la coincidencia del apellido. De
casualidad, me di cuenta de que la republicaron a fines de 2015, con el título ELPADRE DE TODOS.
Ernesto Duchini es un prócer del
fútbol argentino. Cuando alguien lo nombra, enseguida salta el recuerdo de
aquel Seleccionado juvenil que ganó el Mundial del 79 con Maradona y Ramón
Díaz, en Japón, y en el que también estaban, entre otros, Simón, Alves, Escudero
y Calderón. Pero hay más: jugó en Chacarita desde 1928 a 1938, cuando se
retiró por una lesión en la rodilla. A partir de entonces se dedicó dirigir las
inferiores de diferentes clubes: su querido Chaca, River, San Lorenzo, Racing e
Independiente, hasta recalar en la
AFA.
1 350“Estuve en todos los grandes
menos en Boca”, dice ahora, recostado en la cama de su departamento de
Belgrano, el mismo lugar en el que vive desde que se casó con María, cuando
todavía era jugador. En el 54 se hizo cargo de los juveniles de la AFA, puesto que mantuvo hasta
los 90. Ahora, a sus 94 años, una progresiva falta de visión sólo detiene su
andar por los clubes. El resto es vitalidad, mientras aún sueña con los goles
que hizo y los chicos que descubrió. “Olguín, Ayala, Heredia…”, dice cada
tanto. “Olguín, Ayala, Heredia”, repite cuando puede. Y se ríe. Con ganas se
ríe, porque –cuenta– le hace bien hablar de eso, le gusta. Es, a su parecer,
como hacer pequeñas gambetas al presente.
Desde que soy chico, cada vez que
me presentaban a alguien me hacían una pregunta clavada: “¿Tenés algo que ver
con Ernesto Duchini, el técnico?” Tantas veces respondí que no que llegó un
momento en que me agarró la duda e intenté averiguarlo. Entonces –hace ya
varios años– me junté con Ernesto en un bar de Chacarita y pasamos un rato
largo viendo qué posibilidades teníamos de ser parientes, aunque sea lejanos.
No encontramos nada más allá de la coincidencia de tener el mismo apellido.
Después nos volvimos a ver un par de veces y perdimos el contacto. Hasta hoy.
En el séptimo piso del edificio
de la calle Cramer, María mira el programa de Susana Giménez y se divierte.
Angélica, la mujer que cuida del matrimonio, me lleva hasta la habitación donde
está, descansando, uno de los hombres fundamentales de la historia de nuestro
fútbol. No ha quedado en el olvido: suelen visitarlo amigos, ex jugadores y
dirigentes. Y cada tarde de domingo lo llevan hasta el bar La Esterlina, frente de la
estación de Chacarita, para entretenerse cuatro horas entre risas, pelotazos al
pasado y goles que no fueron.
–¿Querés que hablemos del
Juvenil? –pregunto.
–A ver… ¡Claro!, el Juvenil…
Ramón Díaz, Maradona, Escudero de wing derecho, Calderón de wing izquierdo y
Ramón Díaz de centro foward. En el medio, Maradona, Barbas… Hubo muchos buenos.
Ganamos muchos campeonatos, con gente joven. El Campeonato del Mundo, con
Menotti a la cabeza. También me gustó un equipo que fue muy bueno y ganó el
Panamericano en México. En el 60 dirigí a Bilardo. Ganamos el Panamericano y
después fuimos a los Juegos de Roma.
–¿Cómo era Bilardo?
–Bilardo era un buen chico. Una
de las cosas que siempre recordaré es que cuando ganamos el Panamericano él se
lastimó momentos antes de ir a la cancha y no lo pudo jugar; quedó muy
golpeado. Argentina salió campeón y la medalla que me tocaba a mí se la
entregué a él. Eso fue algo que siempre reconoció y recuerda.
–Aquel alumno hoy no tiene la
mejor fama: el bidón a Branco en el Mundial, las cosas que le decía a los
rivales cuando jugaba en Estudiantes, aquello de los pinchazos a los
contrarios…
–Bilardo dejó de ser, este…, algo
bueno cuando fue técnico. Hizo cosas que no estaban de acuerdo, que no
correspondían. Ja ja ja. Él y Zubeldía eran…
–¿El dúo dinámico?
–Y… hacían cosas… Parece ser que
se metían en asuntos de entrecasa, con las mujeres de los tipos, de los
rivales. (Se ríe con ganas.) Tuvo mucho de eso. Pero tuvo momentos buenos.
Cuando Grondona lo manda a dirigir al equipo del Campeonato del Mundo en
México, en 1986, vino a esta casa, a este departamento, en dos oportunidades: a
visitarme y a pedirme que no renunciara porque como se había ido Menotti tenía
miedo de que yo me fuera de los juveniles también. Vino a pedirme que me
quedara con él. La relación entre nosotros siempre fue buena. Y siempre
recuerda aquel gesto de entregarle la medalla.
–Pero tuvo sus manchas…
–Ja ja ja. Era capaz de cualquier
cosa. Ja ja ja. Él, con Zubeldía, había formado un dúo bastante peligroso. Eran
muy amigos, de la misma escuela, en contra de Menotti.
–Con quién se llevó mejor, ¿con
Menotti o con Bilardo?
–Yo andaba bien con los dos.
Estuve bien con Bilardo y estuve bien con Menotti. Menotti me gustaba más desde
lo futbolístico. Con Menotti tuve mucha suerte porque ganamos un campeonato en
Toulon, un Campeonato del Mundo en Japón, el Mundial 78. A Menotti le ha ido
bastante bien. Es para vos esto, el café, tomalo, pibe.
Dice. Y se vuelve a acomodar
sobre la cama de la habitación en la que, extrañamente, escasean las
fotografías de aquellos años de pantalones cortos o de personas que conoció a
través del fútbol. Pero su memoria sigue intacta. Y mientras tomo el café que
acaba de traer Angélica, Duchini continúa.
–El equipo del 79 se armó
eligiendo a los mejores jugadores. Había quedado con Menotti en que yo armaba
los equipos y él viajaba a los torneos. Yo no quería salir más después del
desastre ese de Perú. Murieron 311 personas. (N. de la R.: Duchini se refiere
a la tragedia del Estadio Nacional de Lima, mientras jugaban Perú y la Argentina en 1964.)
Después de eso no me gustó más la idea de viajar. Fue una noche tremenda,
terrible… la gente que murió… Eso estuvo entre las cosas más tristes que me
pasaron en el fútbol. Yo tuve suerte en el fútbol porque en todos los equipos
en que estuve salimos campeones y salieron grandes jugadores. Chicos, por
ejemplo en San Lorenzo, que vinieron a los catorce años y al poco tiempo fueron
grandes jugadores, como Bordón, Heredia, Olguín, Chaparro. En todos lados. En
River tuve la suerte de llevarlo a Perfumo y a Pinino Más. A esos dos los saqué
del potrero. Y conocí a Los Carasucias. En esa época, el tema de la noche dependía
más de los periodistas, que les daban esa fama. Independiente tuvo grandes
equipos, como aquel con De La
Mata, Sastre… y hubo periodistas que siempre les daban esa
fama. Pero tuve mucha suerte…, más que suerte, sabía elegir. El Negro Ortiz
también fue un gran jugador.
–¿Sintieron algún tipo de presión
con la dictadura militar del 76?
–Noooooo. Nunca el gobierno
militar molestó o incidió en algo. A los muchachos los elegía yo. Había algunos
agregados, que se metieron, como el caso de (Eduardo) Saporiti, que siempre iba
donde estaba el éxito. Salía un equipo campeón y él estaba ahí. Estuvo en un
juvenil que jugó un Sudamericano en Chile. Ese campeonato terminó empatado y
Uruguay nos invitó a desempatar en Montevideo. En ese cuadro jugaba Saporiti y
Argentina ganó con un gol suyo. Integró muchos equipos juveniles Saporiti.
–¿Tampoco incidieron los
militares en el Mundial 78?
–Los militares algo tuvieron que
ver. Hubo un arquero peruano al que le metieron unos cuantos goles (habla del 6 a 0) y la Argentina de esa forma
clasificó… Aunque siempre un equipo local es peligroso. Pero los dos campeones
fueron buenos, los del 78 y los del 86.
2 350El largo camino recorrido
debe tener tantos nombres como la guía. De los más famosos, tiene anécdotas
para todos los gustos: “A Oscar Mas lo descubrí en un potrero junto a la Panamericana. Tenía
un hermano que jugaba en Boca y el padre no quería que jugara en River sino en
Boca, con el hermano. Pero lo convencí y lo llevé a River. A Bochini lo vi en
un partido de inferiores, cuando yo estaba en San Lorenzo. Un sábado a la tarde
jugábamos contra Independiente. Jugaban Bochini y Bertoni. San Lorenzo ganó esa
vez, con un buen equipo. Era la primera vez que lo veía jugar. Era muy bueno. A
Perfumo lo saqué de un potrero en Villa Domínico. Yo estaba en River y lo
llevé. Jugó y en ese ínterin me fui a trabajar a Racing. El Gordo Díaz, un tipo
que andaba con los chicos, dejó libre a Perfumo. Entonces lo llevé a Racing. En
un reportaje dijo que si no hubiera sido por mí, no sabe qué hubiera sido de su
vida. Con Maradona estuve mucho tiempo. Cuando dejaba de entrenar, se venía
conmigo en el viaje de vuelta. Buen tipo. Hace mucho que no lo veo. Una de las
últimas veces fue cuando se casó, que me invitó a la fiesta. Entrenaba igual que
todos, pero se veía, era mejor que todos. Sívori era un atorrante. Muy
travieso. Él y Menéndez eran terribles. Murió joven Menéndez. Hacían de todo.
Por ejemplo, querer escaparse de las concentraciones. Se acostaban tarde,
querían escapar, había que cuidarlos. Pasó en México, en un Panamericano”.
Recuerda. Y por un rato se calla,
como continuando su pensamiento. Entonces mira hacia la ventana que da hacia la
avenida y parece rogar que la memoria se conmueva.
“Yo salgo los domingos nada más.
Voy a La Esterlina,
un café de Chacarita, en Lacroze y Corrientes, en la esquina. Allí paramos con
algunos muchachos que fueron jugadores y que nos visitan. Nos encontramos un
montón. Siempre viene alguien. Ja ja ja. Hablamos de fútbol. Ja ja ja. Después
uno de ellos, llamado Carro, que es dirigente de Chacarita, me lleva del café a
casa. Vamos los domingos porque nos encontramos todos. Ellos trabajan y el
domingo no lo hacen y entonces nos juntamos. Somos siete u ocho personas, tal
vez nueve. Y a veces, hace poco, el dueño del café reunió a una cantidad de
jugadores y corrió con el gasto. Me hace bien encontrarme con amigos. Muy bien.
Es el momento más lindo de la semana. Soy feliz en el café. Casi toda mi vida
viví en Chacarita. Y el club Chacarita fue todo para mí. Primero como jugador y
después como técnico. En los años 50 tuve la suerte de tener las mejores
divisiones inferiores. Salieron grandes jugadores. Una vez, en cancha de
Quilmes, jugaban las inferiores de San Lorenzo y yo estaba mirando el partido.
Y vino una señora que se puso a hablar conmigo y resulta que era la madre de
(Ramón Armando) Heredia. Me preguntaba si tenía porvenir, qué podía esperar del
hijo. Entonces le dije ‘señora, quédese tranquila, este chico le va a comprar
una casa dentro de poco’. Pasó un tiempo y fui a la AFA y estaba la mamá para
decirme que el hijo le había comprado la casa. Fue a agradecerme. Era un buen
jugador, de la camada de Olguín, Bordón y Maletti, que marcaba la punta.”
En esta Buenos Aires fría,
envuelto en su pulóver Bremer, pregunta y se contesta: “¿Querés que te cuente
de los años 30 y 40? Cuando llegamos a Buenos Aires, después de un
Panamericano, Perón nos obsequió con una orden por un automóvil para cada
jugador. Era un Simca. Pero no lo tuve en ese entonces. Vendí la orden. A mí no
me gusta a manejar. Me gustaba más andar de a pie. En 1938, fuimos a jugar a
Paraguay tres partidos y de vuelta vinimos en barco. Para llegar a Buenos Aires
tardamos seis días. Llegamos un domingo. Y ese día había que jugar con Boca.
Después de seis días de viaje comimos en el club y, esa tarde, ganamos 3 a 0.
“Jugué desde el 29 al 38, cuando
me lastimé la rodilla. En el 29 tuve mi mejor año. Me gustaba jugar porque me
divertía. Y conseguí en aquel entonces los primeros elogios en los diarios.
Recuerdo un recorte de La
Nación: ‘Promesa grande que ya toca los limites de una
realidad promisora’. Pero en el 31, en cancha de Argentinos, en la avenida San
Martín, tuve esa lesión de meniscos y ya no fui nunca más el jugador que podría
haber sido. Pero el mejor año fue cuando empecé, que estaba sano”, agrega.
“¿Quién fue el que más patadas me
pegó? Había uno, (Vicente) Pietracupa, de Argentinos, un defensor. Pero el
golpe más fuerte que me dieron no fue patada, sino cabezazo, en un córner.
Simón, de Talleres, en un partido contra ellos. Me lesionó con la cabeza en la
cara y me tuvieron que intervenir en un hospital de la calle Rivadavia”, cuenta
mientras lleva su mano derecha hacia el rostro.
“Nunca fumé. Lo que sí, salía los
domingos, después de los partidos, a los bares nocturnos. A los cabarets,
vivíamos la noche. Íbamos al Chantecler, al Tabarís. Iban muchos jugadores”,
rememora.
–¿En qué cosas piensa cuando está
en su casa?
–Pienso de todo. ¿Sabés qué
tengo? Que sueño una bar–ba–ri–dad. Sueño de todo. Duermo un ratito y sueño. Y
tuve sueños lindos y otros que no me gustaron. ¿Uno de los lindos? Recuerdo
mucho cuando estaba en River. Tengo presente la cancha de River. Porque yo
estuve en las inferiores de River y tuve la suerte de que estaba Peucelle, y
era media gloria, y fui a reemplazarlo y en un año, de seis campeonatos, gané
cinco.
Enseguida agarra el pañuelo de la
mesa de luz, se lo lleva a la cara y se larga con la infancia: “Nací en la
calle Charcas, en pleno centro. Mis padres compraron una panadería en la calle
México. La vendieron y mi papá siguió trabajando. Hasta que yo a los 17 años
empecé a ganar dinero. Me incorporaron en las divisiones inferiores de
Chacarita. Y tuve un maestro que después me dijo a mí maestro. Era Renato
Cesarini. Pero después el maestro llegó a ser alumno porque cuando nos
encontrábamos en las inferiores de River y Chacarita, los de Chacarita
ganábamos más, a pesar de que ellos tenían mejores inferiores.
“Me casé cuando todavía jugaba al
fútbol. Ella se llama María. Yo paraba en una secretaría que tenía Chacarita en
la calle Corrientes, en una casona muy linda, y María venía del trabajo y
pasaba por ahí y chiste va y chiste viene… al final fue mi esposa. Je je je. La
conquisté con un chiste…”, recuerda. “Fui muy mujeriego. ¡Muy mujeriego! Porque
era un tipo muy bien vestido. Tanto es así que en una oportunidad Ante Garmaz
dijo en una radio que yo era uno de los tipos mejor vestidos. Me compraba unos
trajes que me hacía un sastre, Pérez, en el centro. Eran varios los que me
elogiaban. Sí, era un tipo pintón. Je je je… fui muy mujeriego… Ganaba mujeres
con el fútbol. ¡Claro!”
Todavía mantiene la costumbre de
acostarse tarde y despertarse cerca del mediodía. “Un día salí con José María
Moreno, el Charro. Fuimos a comer a un restaurante en Mataderos y me trajo a
casa en auto a las seis de la mañana. Habíamos entrado al restaurante a las
21.30. Ese sí que vivía de noche, como yo.”
Las evocaciones no se detienen y
la charla se extiende mientras el hombre de los mil nombres responde a las
preguntas de un periodista que ya perdió noción de las épocas. Sólo queda
elegir la historia: “Las inferiores jugaban los sábados. Y entonces le toca a
Chacarita con River. En River las estrellas eran Sívori y Menéndez. Les dije a
mis jugadores: ‘Si ganan este partido me hago cura’. Se juega el partido y
Chacarita gana 6 a
3. Entonces, el martes, cuando volvíamos a los entrenamientos, los jugadores
aparecieron con una sotana”.
–¿Qué hizo con la sotana?
–Je je je. Apagá el grabador,
pibe. Apagá el grabador y te cuento…
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