EL GRÁFICO
Cuando era chico y la economía de casa se fue a pique, sólo hubo una cosa que nos acompañó en todas las mudanzas: la colección de revistas El Gráfico que desde los años 50 había juntado Héctor, mi papá. Tras perder la casa y empezar el peregrinaje de alquileres, cada mudanza implicaba encontrar un lugar para tantos El Gráfico, a los que sumaban algunos ejemplares de su hermano menor, Goles. Crecí viendo las tapas del Independiente de los 70. Y a veces viajaba en el tiempo para saber de Fórmula Uno, ciclismo y, sobre todo, boxeo. Cada vez más amarillos, lo primero que se buscaba en cada nueva casa era un lugar donde guardarlos. Cuando empecé a estudiar periodismo Héctor me recomendaba que aprenda de las lecturas de Panzeri, Frascara, Borocotó, Ardizzone, Juvenal y tantos otros. Y yo, al igual que los de mi generación, lo que más quería era trabajar en El Gráfico.
A fines de los setenta aprendí a leer con El Gráfico. Mis héroes eran Bochini, Trossero, Baley y Alzamendi. Leía sus historias y quería ser como ellos cuando jugaba a la pelota en las veredas de la calle Guardia Nacional, en Mataderos. Nunca voy a olvidar la edición de la noche en que fuimos campeones con ocho jugadores en Córdoba, ante Talleres. Nos habían expulsado a tres, Bocanelli hizo un gol con la mano, el árbitro Barreiro se ensañó con nosotros y Bochini hizo justicia y ganamos el Nacional. Ese El Gráfico lo tengo todavía, como un reliquia a la que vuelvo cada tanto.
Después Héctor se quedó viviendo solo y en cada mudanza cargaba su colección de revistas. Hace casi veinte años murió sin dejar herencia, salvo las revistas. Cuando fui a su departamento a hacer limpieza y devolver las llaves a la dueña, junté todos los ejemplares y me los llevé a mi casa. Desde entonces, esa torre de historias deportivas me acompañó a todos lados.
Tengo 46 años y viví, si no conté mal, en 14 casas. ¡14 casas! Una bestialidad. Y como además soy masoquista, me puse a ordenar de manera cronológica cada El Gráfico a la semana de la muerte de mi papá. Ahí, viendo las revistas, que era una manera de ver a mi papá, fue cuando realmente lloré su muerte. Porque entendí que esos El Gráfico eran sobre todas las cosas mi viejo.
Años después, tras separarme, volví a mi ex casa a buscar libros. A mi ex esposa le agarró una locura tal que empezó a tirar, literalmente, las revistas a la vereda. Ludmila, que tenía seis años, me ayudó a meterlas en el baúl del Corsa. Como vivía solo, trabajaba todo el día y andaba más en el auto que en mi casa, quedaron ahí un tiempo largo. Hasta que conseguí una valija y entraron conmigo a cada casa en la que viví.
Hace unos años, en un intento por sacarme la melancolía de encima, los puse a la venta en Mercado Libre. Las ofertas fueron tan irrisorias que no valía la pena. Saqué el aviso y los guardé de nuevo en un placard. Una opción que pensé fue reciclarlos y hacer con ellos una mesa para recordar a mi viejo. También la descarté. Hace unos cuatro años, Mirila -la madre de mi esposa- me hizo lugar en un sótano de su casa. Los puse dentro de bolsas y ahí quedaron. Salvo algunos que están en mi biblioteca, como los de la hazaña de Córdoba. O el del partido homenaje a Bochini. O el de la Intercontinental del 84.
En 2011, Diego Borinsky publicó mi primera nota en El Gráfico. Trataba sobre el narco y el fútbol en México. Desde ahí, empecé a colaborar de manera asidua. Elías Perugino, quien manejaba la revista, aceptó una propuesta mía para hacer, en cada número, una entrevista a escritores, músicos o actores que hablaran de fútbol. Hernán Casciari, Tomás Abraham, Horacio Convertini, Quique Ferrari, Hugo Arana, Iván Noble, Martín Kohan, Martín Caparrós y más me hablaron de sus pasiones futboleras. Fue una experiencia genial hablar con esos tipos sobre fútbol. Sacarlos de sus campos habituales para que se muestren como hinchas. Eso duró un tiempo interesante. Lo que siguió fueron informes de fútbol y boxeo y entrevistas a jugadores y boxeadores. No soy un capo del boxeo, pero sentarme a hablar con boxeadores fue una experiencia buenísima. Con Maravilla Martínez tomamos un café en Puerto Madero, con el Zurdo Vázquez mateamos una larga noche en su casa de San Cristóbal y nos sacamos fotos (no suelo hacerlo) mientras me hablaba de su miedo a la soledad. Con El Chino Maidana me reí por su frescura para contarme, hace unos meses, cómo es su vida en Margarita, Santa Fe, donde se levanta a cualquier hora y se pasa el día pescando o jugando al fútbol con amigos. Cero problemas.
Me encontré con jugadores humildes como Wanchope Ábila, Martín Campaña y la Pulguita Rodríguez. Hubo otros, en cambio, que hicieron dos goles y se creían que por manejar una 4 x 4 eran los reyes del mundo.
Gracias a El Gráfico, a fines del año pasado recibí un Premio ADEPA en la categoría Deportes por un recorrido que hice por la villa 1.11.14 junto al ex boxeador Jesús Romero, quien se dedica a sacar a chicos de las drogas a través del boxeo.
Este domingo escribí contra reloj la historia del secuestro de Fangio, en Cuba, del que el 23 de febrero se cumplirán sesenta años. Con lectura de libros y entrevistas armé un rompecabezas de esas horas. Quedé en entregar el artículo el lunes a la mañana. Llegué a la meta. 24 horas después me enteré del cierre de El Gráfico a través del diario La Nación. No sé qué será de esa nota. Tal vez se publique en algún otro medio.
Me hubiese gustado que Héctor vea mis firmas en El Gráfico. Que sepa que aunque la revista no era la que fue hasta los 90, cuando el fútbol por cable le empezó a restar importancia (después internet la fulminó), su hijo firmaba nada menos que en el emblema del periodismo deportivo. Seguro me hubiese encontrado defectos. Hasta me habría llamado para preguntarme por qué no hice tal pregunta o por qué olvidé algún dato. Tal era su sentido de la perfección. Pero sé que en su soledad, a la noche, se hubiese sentido orgulloso de ver mi nombre en esa revista como yo me sentía orgulloso de él en mi infancia, cuando cada lunes se aparecía por casa con un nuevo número de El Gráfico.
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