NAVIDAD: CUANDO CASI MATO A MI ABUELO
La historia que sigue es verídica, aunque puede haber detalles modificados. Pero, entiendan, eso puede pasar cuando la infancia está cada vez más lejos y los recuerdos más borrosos. Hagamos de cuenta de que lo que sigue, pasó como se cuenta.
Por Alejandro Duchini.
Mi abuelo materno se llamaba Gregorio, le decíamos Gorio y tenía problemas cardíacos. Fue el primer hincha de Vélez que conocí y una de las personas que más quise, aunque nunca se lo dije. Tal vez porque siempre andaba de mal humor. Una vez le pregunté por qué era de Vélez y me habló de su infancia en Villa Luro, cerca de la vieja cancha. Era la persona más protestona de la familia. Mi abuela Pepa solía aguantarlo en silencio hasta que explotaba y entonces ella también gritaba y él se callaba y seguía haciendo las palabras cruzadas del diario. Pasaba casi todo el día sentado en la cabecera de una mesa enorme que daba a un ventanal. Detrás había un patio hermoso, lleno de plantas, que mi abuela se encargaba de cuidar. Si no hacía palabras cruzadas, dormía la siesta, salía a la vereda a tomar mate o se encerraba en su taller lleno de herramientas. Después empezó a trabajar de playero en Selquet, una confitería lujosa que habían abierto a la vuelta de su casa, en Pampa y Figueroa Alcorta, donde solían ir jugadores de River.
Los domingos no se despegaba de radio Rivadavia ni de Muñóz. Se sentaba con el Crónica y anotaba cada detalle de los partidos con una Bic azul para seguir el PRODE. Nunca lo ganó. En esos años recién apareció el televisor a color así que se compró uno con control remoto y cambiaba de canal desde la mesa y así fue feliz. Hasta que llegó aquella Navidad en la que casi se muere. O, mejor dicho, casi lo mato.
Sería el año 81 u 82. Como siempre, la Navidad se celebraba en casa de mi abuelo con asado que hacía él o un tío parrillero. A la mesa éramos un montón entre nietos, padres, tíos, colados y algún familiar que quedaba a la deriva y se sumaba a último momento. Hablo de años en los que Independiente era una máquina y Vélez era el típico equipo que amagaba pero quedaba a mitad de camino. Me acuerdo de eso porque mi papá cargaba a mi abuelo y él solía mandarle una puteada cuando se quedaba sin argumento. Nunca se pelearon. Salvo esa noche.
El caos estalló tras el brindis. Todo era alegría, abrazos y choque de copas cuando me acerqué a mi abuelo que, como siempre, seguía sentado, casi dormido, peleandole al sueño. Su paquete de 43/70 sobre la mesa. Un pedazo de pan dulce apretado entre sus dedos y una copa de sidra en la otra mano. Debajo de su silla coloqué mi paquete de petardos unidos por una mecha. Me acompañaban mis primos. Uno de ellos encendió el fósforo y yo lo acerqué a la mecha y la encendí. Y salimos corriendo. Lo que siguió nos superó. La alegría se transformó en desesperación al escuchar a mi abuelo putear. Todos se giraron para mirarnos. ¡Ratatatá, tatá, tatá, ratatatá!, sonaba la ametralladora. Mi abuelo se dejó caer en la mesa y enseguida se levantó como un resorte. Un resorte que gritaba. Por suerte, no fue ésa la noche en la que el corazón le falló. Se dio vuelta y empezó a insultar. Cuando me descubrió no paró de putearme. Mi papá saltó a defenderme. “Usted no es quién para insultar a mi hijo”, le dijo mientras yo sentía que el chiste ya no era chiste.
Unos segundos después, cuando pasó lo peor, entendí por las miradas que me había mandado una cagada enorme. Mi sonrisa desapareció y mi abuelo me lanzó con toda la furia del mundo una banda de puteadas que hasta entonces yo desconocía. Quise desaparecer. Mi papá y el abuelo Gorio siguieron gritándose. Los demás seguían callados. Sólo se escuchaban los gritos de ellos. Ida y vuelta. Después supe que algunos temían que le fallara el corazón ante el susto que se había llevado.
Al día de hoy, en la memoria familiar quedó que el único responsable de aquello fui yo. Mis primos, no sé por qué, están en segundo plano. O tal vez ni eso. Ahora que pasaron muchos años nos reímos al recordarlo. Porque el final -dentro de todo- no fue tan malo. Mi abuelo vivió para contarlo y se amigó con mi papá.
Me queda algo para cerrar esta historia. Porque la pelea tuvo otro detalle que nunca olvidaré: “¿Y sabés qué? ¿Sabés qué?”, levantaba la voz mi abuelo mientras se tocaba el culo todavía caliente por las chispas y miraba a mi viejo, que tampoco le sacaba la mirada. Y con los ojos llenos de odio, el abuelo por fin pudo soltar la bronca acumulada por años de cargadas y le gritó: “¡Metéte todos los campeonatos de Independiente en el orto!”.
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