UN TATUAJE Y UN AMOR


Son las siete y media de la tarde del 9 de febrero de 2020 y acá, en el Cilindro, soy el único hincha de Independiente. Me rodean más de 40 mil fanáticos de Racing que hace unos minutos no paran de silbar a los jugadores de mi equipo que entran en calor en la cancha. Hay clima de euforia, banderas por todos lados, gente que no parar de cantar. Todavía ni sospecho que las próximas dos horas se volverán históricas.

Hace una hora, cuando bajé del colectivo en Avenida Belgrano, caminaba hacia el sector de prensa rodeado de cientos y cientos de racinguistas. Iban cantando en contra de mi Independiente. “Che, Independiente, la concha, la concha de tu madre”, cantaban los que caminaban por Alsina, los que iban en auto por Belgrano o los que se bajaban de colectivos. Calladito, yo iba con mi mochila, mi termo para el mate y me acomodaba la manga de la remera para que no se me viera el tatuaje: un escudo de Independiente con fuego alrededor. Sabía que si alguien lo veía, no contaba el cuento.

Después de saludar a colegas y amigos -algunos de ellos de Racing que saben mi condición de Diablo- me ubiqué en la platea de prensa. A mi izquierda había un periodista partidario de Racing. A mi derecha, un cronista de una web de Independiente que, me diría luego, era hincha de Boca. Unas filas hacia atrás estaba Diego Borinsky, ex compañero de El Gráfico y fanático de River. Los infiltrados éramos tres. Me enteraría después que había algunos más.

Yo le tenía fe a Independiente. Veníamos de hacerle 5 a Central y habíamos jugado bien contra River y Boca. Pero Racing inclinó la cancha y empezó a jugar mejor. La sola presencia del Licha López daba pánico. Los huevos que ponían los de Racing para ganar el partido eran enormes en comparación con la siesta que dormían los de Independiente. Racing estaba agrandado, nosotros asustados y la expulsión del arquero Arias nos dio algo de esperanza. Nos impidió, sabríamos después, ver el bosque. Porque creíamos que ahí sí, ahí lo ganaríamos. Aparecerían los que no aparecieron y pum, daríamos el batacazo.

Eso no fue todo. Ni bien empezó el segundo tiempo expulsaron a Sigali y me alegré. Pensé que con dos jugadores más podíamos ganarlo. De hecho, era la única manera posible de ganar ese clásico. No me gusta ganar con ventaja, pero cuando juegan Independiente y Racing cada uno quiere ganar como sea. Pero el problema es que con el paso de los minutos no hacíamos el gol. No dábamos muestras de nada. Ni se notaba que ellos eran menos. Empujaban, corrían. Y nosotros, nada. Los pases eran hacía los costados y los delanteros no se animaban a nada. Era como que los once de Independiente se conformaban con participar. No había que ser muy inteligentes para entender que en Independiente ahora prevalecía el miedo a perder con dos de más. Lo escribí para Página 12, el diario para el que cubría el partido desde la cancha. “Cada intento de avance de Independiente parece un chiste de mal gusto”, escribí. También puse que el empate era una derrota roja y un mal resultado par un Racing que con dos menos quería ganar.

Hay una escena genial en la película El Irlandés en la que Robert De Niro llega tarde al encuentro con un mafioso. No hay nadie en la calle. El mafioso lo espera leyendo el diario y cuando ve a De Niro le dice “Hola, pensé que no ibas a venir”. Pero no termina la frase y De Niro saca el revólver de su bolsillo y le dispara así, sin más. Amaga con correr pero se va caminando como si nada mientras el otro cae muerto.  Esa escena me recuerda el gol del Chelo Díaz a los 41 minutos del segundo tiempo. Como con De Niro, uno sabe que algo va a pasar pero sin embargo, como televidente, se sorprende cuando pasa. Acá lo mismo: cuando Díaz sale corriendo a festejar, yo, que estoy relativamente cerca, en línea recta a su posición, quedo petrificado. Soy un hombre sin tiempo ni espacio. Todo se detiene menos la corrida de Díaz. Escuchó el murmullo lejano de los hinchas de Racing. En realidad es un grito de gol ensordecedor. Pero a mí eso se me escapa. Como que mis sentidos se cierran. No escucho, no veo lo que veo, todo queda paralizado. Son unos segundos. Tal vez menos. Me devuelve a la realidad el periodista partidario que a mi lado grita como si estuviese haciendo un exorcismo. Es el primer grito que percibo. Lo miro a Borinsky y le hago un gesto de resignación. O de vergüenza ajena. No lo sé. Lo que sí sé es que cualquiera podría darse cuenta de que soy el único triste entre la multitud feliz. Pero estaban tan exaltados que ni se dieron cuenta de mi cara. Dejo de escribir el comentario. Que lo terminen en el diario, con la televisión. Veo una pelea y la expulsión de un jugador de Independiente. Después echan a otro. Pero ya no soy yo. Soy un enajenado que se contiene dentro de sí mismo.

Los jugadores quieren empatar pero no pueden. No les va a salir en un minuto lo que no pudieron en 85 y con ventaja. La gente de Racing festeja. En la cancha, sus nueve hombres juegan de memoria, se mueren de risa ante el gigante enterrado. Ni hablar de los hinchas. Todos esperan que el árbitro diga que terminó la función y que ganaron. Que no es un sueño. En todo caso, es una pesadilla que nosotros, los de Independiente, vamos a padecer para siempre. Mejor que termine todo, pienso. No da para más.

Pertenezco a un generación de hinchas de Independiente que vivió lo mejor. Títulos nacionales, internacionales, hazañas, enormes jugadores, un Bochini y equipos inolvidables. Incluso, salir campeones cuando Racing se fue a la B. Nos burlábamos de su malaria como ellos ahora se burlan de la nuestra. Las cosas se dieron vuelta. La historia equiparó. También nosotros descendimos y en tiempos de internet las burlas, con memes y redes sociales, se hicieron más crueles. En ese sentido, la pasamos peor. Somos el dolor de ya no ser.

Comentarios

Entradas populares