El palacio de la luna
El 1 de enero de 2007 más o menos a esta hora (las 16) puse una computadora y una valija con mi ropa en el baúl del auto y me fui de mi casa. Fue un divorcio anunciado. Mi ex y yo nos llevábamos horrible. Peleábamos por todo todo el tiempo. Hacía tiempo, tal vez sin darnos cuenta, que no nos dábamos una caricia ni nos decíamos palabras lindas. Llevábamos 14 años juntos pero separados. No nos unía el amor sino la rutina, los hijos, la inercia.
El viaje a mi casa provisoria era largo: de Campana a Ramos Mejía había 90 kilómetros. Tardé casi una hora en llegar en ese feriado caluroso. Siempre escuchaba música cuando manejaba pero esa tarde fui en silencio. Pensaba en mis hijos. En cuánto los quería y cómo sería vivir sin ellos. Santiago tenía 9 meses y Ludmila 6 años. No paraba de preguntarme cómo reaccionaría Ludmila cuando entrara a la casa y notara el cambio. Mi psicóloga me había recomendado irme antes de que lleguen los chicos. Fue lo mejor, creo, porque evitaba las despedidas dolorosas. Al fin de cuentas, era una despedida a medias. Me iba de mi casa; no de la vida de mis hijos.
Dos días antes mi ex esposa se iba de viaje con los chicos a celebrar el fin de año a su pueblo, con su familia. Habíamos discutido tanto en la previa que ya no daba ni para levantar una copa juntos, como si nada pasara. Así que se fueron y me quedé en la casa pensando en si me animaría a irme. Miraba las fotos de Ludmi y Santi y el miedo me decía que me iba a quedar. Pero en el fondo sabía que irse era lo mejor. Quería irme, por más que eso significara menos tiempo con mis hijos. Fueron 48 horas horribles. Pasé el 31 solo, sin brindar ni nada. A los pocos minutos del 1 de enero asomé a la vereda para ver los festejos de los vecinos y me volví a la cama para seguir leyendo Pantaleón y las visitadoras, de Marios Vargas Llosa. No sé por qué, pero supongo que se debió al momento que ese libro se me hizo aburrido. Lo leí cómo pude, tal vez sin prestarle atención. Fue uno de los libros que más me costó terminar. Ahora, mientras escribo, lo tengo al lado de la computadora y no me da ni curiosidad volver a leerlo. Encima, los primeros libros que Vargas Llosa escribió desde el 2007 tampoco me gustaron y los últimos ni los leí. ¿Será que el divorcio me volvió anti Vargas Llosa?
Mi música de esos días era Lou Reed, Andrés Calamaro (sobre todo El palacio de las flores, el disco que hizo con Litto Nebbia), Bob Dylan, Bob Marley, Ariel Roth (Ahora piden tu cabeza, discazo) y Los redonditos de ricota. Los escuchaba en todos lados. Incluso cuando volvía del trabajo y me quedaba un rato en la banquina de la Panamericana para hacer tiempo y llegar más tarde a mi casa.
Cuando entré al departamento de Ramos me sentí más lejos que nunca de mis hijos. Adentro me esperaba Trapito, el perro de la dueña, que estaba de viaje por unos cuantos meses y me había cedido su casa a cambio de cuidarle la mascota y pagar los impuestos. Para conocer el barrio lo saqué a pasear. Por suerte hacía caca en los árboles. En esos tiempos no se acostumbraba levantar la caca de los perros con bolsitas, como ahora. No me hallaba en ese barrio y en mi cabeza había una voz que me decía que vuelva a Campana antes que mis hijos y su madre. Que haga como si no hubiese pasado nada. Pero no quise. Prefería quedarme con Trapito antes que con mi ex, que me llamó a la noche no para hablar sino para insultarme y decirme que no iba a ver nunca más a mis hijos. Lo más suave que me dijo fue que me odiaba y que siempre me había odiado. Corté, pedí empanadas que no comí y me fui a dormir.
Obvio, no cerré un ojo en toda la noche. El 2 de febrero a las 6 de la mañana estaba en la redacción de Infobae, donde trabajaba como editor de Deportes. No imaginaba que serían tan jodidos los problemas judiciales porque mi ex no me dejaría ver a los nenes, como si fuese su dueña. Pero irme de esa, mi casa, aún sin un peso cuando además tenía dos autos nuevos y una quinta enorme con pileta, me permitió saber que siempre se puede empezar de nuevo.
A la misma hora en que emprendí la ruta Campana-Ramos Mejía para empezar de nuevo, pero muchos años antes, a uno de mis personajes literarios preferidos, Marc Fogg (El palacio de la luna, Paul Auster), le pasó ésto: “Eran las cuatro de la tarde cuando me quité las botas y noté la arena contra la planta de mis pies. Había llegado al fin del mundo, más allá no había nada más que aire y olas, un vacío que llegaba hasta las costas de China. Aquí es donde empiezo, me dije, aquí es donde mi vida comienza. Me quedé en la playa largo rato, esperando a que se desvanecieran los últimos rayos del sol. Detrás de mí, el pueblo se dedicaba a sus actividades, haciendo los acostumbrados ruidos de la Norteamérica de fines de siglo. Mirando a lo largo de la curva de la costa, vi cómo se escondían las luces de las casas, una por una. Luego salió la luna por detrás de las colinas. Era una luna llena, tan redonda y amarilla como una piedra incandescente. No aparté mis ojos de ella mientras iba ascendiendo por el cielo nocturno y sólo me marché cuando encontró su sitio en la oscuridad”.
Durante todas esas noches y las siguientes nunca dejé de pasear por las calles de Ramos Mejía con Trapito. Nos hicimos amigos.
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