Padres
Alguien escribió alguna vez que la dignidad de cada persona son sus recuerdos y, gracias a Dios o a quien sea, los recuerdos que tengo de mi padre son muy dignos. Fue la primera persona que me llevó a una cancha de fútbol, quien me hizo sentir que la alegría podía tener forma de pelota y el que me abrazó en cientos de gritos de gol haciéndome entender que esos son momentos impagables o sublimes que puede tener alguien: el abrazo, dos tipos unidos por una misma pasión, un grande y un chico, un color. Un padre.
Mi infancia empezó en la cancha, viendo a mi equipo preferido que también era el de mi papá. Cada vez que pienso en mis años de cachorro recuerdo eso: las banderas, los colores, la hinchada que nunca desafinaba, las alegrías y tristezas ante un triunfo o una derrota, el domingo a la tarde volviendo a casa con Víctor Hugo en la radio. Es que, al fin de cuentas, hay quienes crecemos marcados por el fútbol.
Los años se encargan de demostrarnos que no todo es lo que parece. Que las pelotas también se pinchan, como los sueños, y que todo tiene un final, como un partido. Tal vez la vida no tenga árbitros ni cada uno de nosotros cuente con tanta hinchada como aquel jugador al que queríamos parecernos cuando éramos pibes. Somos, en definitiva, tipos solos entre los demás, delanteros con hambre de gol pero rodeados por cinco defensores contrarios que no dudarán en cortarnos una pierna con una sublime patada si es que osamos gambetearlos. Así y todo, nos empeñamos en pasar. Hay veces en que lo único que importa es hacer el gol soñado para retirarnos con la gloria, con la gente coreando nuestro nombre. Pero eso sólo unos pocos lo consiguen. Los demás, nos quedamos con el deseo.
Pienso en esto poco después de caer en la cuenta de que este será mi décimo día del padre sin mi padre. Pero como contrapartida tengo dos hijos divinos que me enseñaron que es cierto eso de que cuando te agarran una mano te atrapan el corazón; dos chicos bien chicos que me abrazan como cuando mi padre me abrazaba en la cancha. A mi hija no le importa demasiado el fútbol y me dice que es del mismo equipo que mi padre y yo sólo para que no le rompa demasiado con estas cuestiones. Mi hijo, en cambio, es muy pequeño y se ríe con ganas cuando le canto canciones de cancha; obviamente, mencionando mis colores preferidos.
Sigo siendo, de todos modos, un hijo. En rigor de verdad, estoy en el límite, en la bisagra: un paso y soy padre y otro y me convierto en hijo. Uno siempre es hijo como siempre será padre. Uno enseña y aprende como puede. Por suerte, no hay sistemas. El que mejor describió esta cuestión fue Paul Auster, en su monumental libro La invención de la soledad. Allí, empieza contando quién era su padre y en el medio, cuando uno ya no tiene más respiración y el relato se apoderó del lector, cuenta su relación con el hijo. "Fue. Nunca volverá a ser", repite en esa historia increíblemente bella y humana.
La literatura está llena de relatos de padres e hijos. Tampoco me puedo olvidar de Carreteras secundarias, de Ignacio Martínez de Pisón, uno de los mejores libros que leí. Cuenta sobre un tipo desganado, de esos que recibieron muchos goles pero que insisten con el mismo método siempre, aún sabiendo que no ganarán. Sólo dos cosas le importan al padre de ese relato: vivir con sus ideales y la felicidad de su hijo. El final es inesperado pero no se los voy a contar. Me quedo en la recomendación. Se traza, en ese libro, algún paralelo con las historias de Osvaldo Soriano, donde los padres viajan por rutas con tres cosas a cuestas: sus esposas, sus hijos y la resignación.
George Simenon dijo alguna vez que el día más importante en la vida de un hombre es el de la muerte de su padre. Y la lenta muerte de un progenitor pocos pudieron relatarla con tanto sentimiento y detalle como Guillermo Saccomanno en El buen dolor.
Pero también se muere un padre cuando no puede ver a sus hijos. Una historia así de cruda fue la que contó Arturo Pérez Reverte en una formidable columna periodística titulada El chinorri de Juan. "… me contaba que ella había vuelto con su familia, con el hijo que habían tenido, y que ahora no le dejaban ver. Cuando iba a visitarlo, la familia de su mujer se cerraba en banda, le impedían ver al enano, e incluso hubo algún incidente que desbordó las palabras. A veces Juan no podía más y se iba de viaje a ese pueblo de Valencia, o Castellón –no recuerdo bien el sitio- para, escondido tras una esquina, ver de lejos a su mujer y su hijo. No tenía un duro, y cuando reunía lo que le pagaban por dos o tres programas, le compraba un juguete al crío e intentaba hacérselo llegar de alguna manera…".
"Luego murió. Yo estaba muy lejos, en Iowa City, y aún tenía cosas qué decirle. No tuve la ocasión de decirle adiós, o que pensaba que lo estaba haciendo muy bien en su nuevo empleo. Que me sentía orgulloso de él por haber sido capaz de volver a empezar", recordó Raymond Carver en La vida de mi padre. Franz Kafka no pudo olvidar al hombre que lo trajo al mundo y se despachó duramente con Carta al padre.
Esta semana alguien me dijo algo que no olvidaré nunca: que cuando un padre se muere no se lo pierde, sino que se lo gana. "Cuando murió mi papá, me dijeron que desde ese momento lo iba a tener más cerca porque iba a pensar todo el tiempo en él", me contó esa persona. No sé si este domingo pensaré en esa frase, pero estoy seguro de que la llevaré dentro mío para siempre. Como llevo a mi viejo, que está presente en su ausencia.
Comentarios
Abrazo de Gol y Feliz dia a un Padre de la Ostia !
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