SAN LORENZO, MI AMIGO Y MI BARRIO
Nunca imaginé que una canción horrible, triste y olvidable quedaría ligada a un club de fútbol hasta convertirse en hermosa, alegre e inolvidable. La canción es “Boby, mi buen amigo”, un hit del 82 lanzado para que quienes viajaran de vacaciones no llevaran a sus mascotas en el auto. Si me queda por el fútbol es porque en esa época yo tenía 10 años y un amigo que me traía las novedades de San Lorenzo. Pablo Granato era el único de la cuadra que iba a ver a San Lorenzo con un tío al que nosotros, sus amigos, volvimos héroe sólo por llevarlo a la cancha. Es que ir a ver a San Lorenzo en esa época era un acto heroico y festivo a la vez. Seguir a un equipo sin cancha y en la B no era para cualquiera. Era para los Pablo, para su tío y para los miles de hinchas que llenaron todas las populares donde jugó el equipo en su época más difícil. Esos hinchas le ponían música al fútbol y sacaban la melodía de cada galera. Así que mientras todos le cantábamos a un Boby imaginario y al borde de las lágrimas, ellos cambiaban la letra y alegraban con un “Cuervo, mi buen amigo, esta campaña volveremo a estar contigo. Te alentaremo de corazón / esta es tu hinchada que te quiere ver campeón. No me importa lo que digan los de Boca y Huracán / Yo te sigo a todas partes / Cada vez te quiero más”.
La primera vez que vi a un amigo triste fue el día en que San Lorenzo descendió. El gesto adusto, serio, de hombre grande a sus 10 años, me hizo entender que el mundo era más ancho que la vereda de la calle Guardia Nacional, en Mataderos, donde jugábamos a la pelota. Porque para el fútbol de segunda, en el barrio teníamos a Chicago, pero no estaba en los planes de nadie que San Lorenzo juegue en esa categoría. Hablo de tiempos en que casi no había lugar para los equipos chicos. Como mucho asomaba un Quilmes, un Ferro o un Estudiantes, pero no duraban demasiado. No podían durar demasiado. Porque los triunfos, las cosas grandes, eran para pocos. Ningún grande, hasta entonces, había sido caído tan abajo. La vida, por suerte, demostraría qué equivocados estábamos. Pero entonces ni Pablo ni yo ni los demás pibes lo sabíamos y lo único que importaba era hacerle entender que ellos, los de San Lorenzo, volverían a Primera.
A los 10 años el mundo suele ser una caja de sorpresas y la vida, eterna. Todavía podemos hacer y ser lo que queremos. Y si estamos con amigos, mejor. Así que desde nuestra infancia acompañamos a Pablo aquel día en el que San Lorenzo se fue a la B después de perder con Argentinos Juniors. No lo recordamos llorando pero sí serio, callado. “Ya van a volver”, le mentíamos, porque ni nosotros creíamos en el milagro. Pero lo importante no era lo que creíamos sino levantar el ánimo de un amigo.
Lo que siguió fue inesperado. Lejos de redimirse en el dolor, los hinchas empezaron a llenar cada cancha y los jugadores a ganar cada partido. Mi papá compraba El Gráfico en el que se leía que todas las populares le quedaban chicas. Era el fenómeno San Lorenzo. Y Pablo me contaba detalles y me hablaba de equipos que yo ni conocía y de lugares alejados de cualquier geografía futbolera. Salvo un Banfield, Chacarita y alguno más, el resto eran nombres nuevos. Pablo venía contento a contarme su plan turístico después de cada partido y como lo veía cada vez mejor me hice un cachito de San Lorenzo.
Pero lo mejor de su papel de cronista era cuando me cantaba las canciones de la hinchada. Siempre había una nueva. Venía a casa y la entonaba. Aunque ninguna como aquella de Boby. Era genial, porque desde un tablón habían conseguido lo imposible: que a alguien le gustase esa canción. Porque, digámoslo, ni Leonard Cohen se hubiese atrevido a algo tan triste.
En aquel tiempo doloroso, doy fe de que mi amigo fue feliz. De que ir a la cancha era el mejor plan. No pensaba en que San Lorenzo volvería a Primera, porque eso lo daba por descontado. Pensaba más en pasarla bien, en sacarle el jugo al presente. Disfrutaba de una multitud roja y azul que cantaba y vivía en modo carnaval.
Poco antes de que San Lorenzo vuelva a Primera, mis viejos vendieron la casa de Mataderos y nos mudamos. No fue fácil hacerme de otro grupo de amigos en un nuevo barrio. No pude ver a Pablo hasta muchos años después. Me hubiese gustado compartir con él ése, tal vez el momento más sublime de su infancia, el del título y ascenso de San Lorenzo. Cuando nos volvimos a ver ya éramos grandes y el fútbol no ocupaba el mismo lugar en nuestras vidas. Ni siquiera hablamos de San Lorenzo ni de Independiente.
Después dejamos de vernos. Sé que tuvo una banda de rock y no mucho más. Tampoco creo que sepa algo de mi. Pero los amigos quedan para siempre. De hecho, hay un texto de Alejandro Dolina que me hace pensar en Pablo Granato. “Aprovecharé para confesarle que suelo elegir a mis amigos entre la gente triste. Y no vaya a creer (...) que nuestras reuniones consisten en charlas lacrimógenas. Nada de eso: concurrimos a bailongos atorrantes, amanecemos en lugares desconocidos, cantamos canciones puercas, nos enamoramos de mujeres desvergonzadas que revolean el escote y hacemos sonar los timbres de las casas para luego darnos a la fuga. Los muchachos tristes nos reímos mucho, le aseguro. Pero eso sí: a veces, mientras corremos entre carcajadas, perseguidos por las víctimas de nuestras ingeniosas bromas, necesitamos ver un gesto sombrío y fraternal en el amigo que marcha a nuestro lado. Es el gesto noble que lo salva a uno para siempre. Es el gesto que significa "atención, muchachos, que no me he olvidado de nada".
La primera vez que vi a un amigo triste fue el día en que San Lorenzo descendió. El gesto adusto, serio, de hombre grande a sus 10 años, me hizo entender que el mundo era más ancho que la vereda de la calle Guardia Nacional, en Mataderos, donde jugábamos a la pelota. Porque para el fútbol de segunda, en el barrio teníamos a Chicago, pero no estaba en los planes de nadie que San Lorenzo juegue en esa categoría. Hablo de tiempos en que casi no había lugar para los equipos chicos. Como mucho asomaba un Quilmes, un Ferro o un Estudiantes, pero no duraban demasiado. No podían durar demasiado. Porque los triunfos, las cosas grandes, eran para pocos. Ningún grande, hasta entonces, había sido caído tan abajo. La vida, por suerte, demostraría qué equivocados estábamos. Pero entonces ni Pablo ni yo ni los demás pibes lo sabíamos y lo único que importaba era hacerle entender que ellos, los de San Lorenzo, volverían a Primera.
A los 10 años el mundo suele ser una caja de sorpresas y la vida, eterna. Todavía podemos hacer y ser lo que queremos. Y si estamos con amigos, mejor. Así que desde nuestra infancia acompañamos a Pablo aquel día en el que San Lorenzo se fue a la B después de perder con Argentinos Juniors. No lo recordamos llorando pero sí serio, callado. “Ya van a volver”, le mentíamos, porque ni nosotros creíamos en el milagro. Pero lo importante no era lo que creíamos sino levantar el ánimo de un amigo.
Lo que siguió fue inesperado. Lejos de redimirse en el dolor, los hinchas empezaron a llenar cada cancha y los jugadores a ganar cada partido. Mi papá compraba El Gráfico en el que se leía que todas las populares le quedaban chicas. Era el fenómeno San Lorenzo. Y Pablo me contaba detalles y me hablaba de equipos que yo ni conocía y de lugares alejados de cualquier geografía futbolera. Salvo un Banfield, Chacarita y alguno más, el resto eran nombres nuevos. Pablo venía contento a contarme su plan turístico después de cada partido y como lo veía cada vez mejor me hice un cachito de San Lorenzo.
Pero lo mejor de su papel de cronista era cuando me cantaba las canciones de la hinchada. Siempre había una nueva. Venía a casa y la entonaba. Aunque ninguna como aquella de Boby. Era genial, porque desde un tablón habían conseguido lo imposible: que a alguien le gustase esa canción. Porque, digámoslo, ni Leonard Cohen se hubiese atrevido a algo tan triste.
En aquel tiempo doloroso, doy fe de que mi amigo fue feliz. De que ir a la cancha era el mejor plan. No pensaba en que San Lorenzo volvería a Primera, porque eso lo daba por descontado. Pensaba más en pasarla bien, en sacarle el jugo al presente. Disfrutaba de una multitud roja y azul que cantaba y vivía en modo carnaval.
Poco antes de que San Lorenzo vuelva a Primera, mis viejos vendieron la casa de Mataderos y nos mudamos. No fue fácil hacerme de otro grupo de amigos en un nuevo barrio. No pude ver a Pablo hasta muchos años después. Me hubiese gustado compartir con él ése, tal vez el momento más sublime de su infancia, el del título y ascenso de San Lorenzo. Cuando nos volvimos a ver ya éramos grandes y el fútbol no ocupaba el mismo lugar en nuestras vidas. Ni siquiera hablamos de San Lorenzo ni de Independiente.
Después dejamos de vernos. Sé que tuvo una banda de rock y no mucho más. Tampoco creo que sepa algo de mi. Pero los amigos quedan para siempre. De hecho, hay un texto de Alejandro Dolina que me hace pensar en Pablo Granato. “Aprovecharé para confesarle que suelo elegir a mis amigos entre la gente triste. Y no vaya a creer (...) que nuestras reuniones consisten en charlas lacrimógenas. Nada de eso: concurrimos a bailongos atorrantes, amanecemos en lugares desconocidos, cantamos canciones puercas, nos enamoramos de mujeres desvergonzadas que revolean el escote y hacemos sonar los timbres de las casas para luego darnos a la fuga. Los muchachos tristes nos reímos mucho, le aseguro. Pero eso sí: a veces, mientras corremos entre carcajadas, perseguidos por las víctimas de nuestras ingeniosas bromas, necesitamos ver un gesto sombrío y fraternal en el amigo que marcha a nuestro lado. Es el gesto noble que lo salva a uno para siempre. Es el gesto que significa "atención, muchachos, que no me he olvidado de nada".
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